Una niña de 14 años. En silencio, como de costumbre, desenfundó el arma que tenía escondida en el pantalón y, sin miedo, caminó por los pasillos de esa institución ya vacía en la que, después de la propia casa, debería sentirse segura. Pasó en Mendoza, pero pasa en todos los rincones donde las infancias hablan y no las escuchan.