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Por Claudia Rafael
(APe).- Sebastián tiene 11 meses. Su hermanita Belén ronda los tres. El sigue peleando por su vida. Llegó al Garrahan con el 40 por ciento de su cuerpo quemado, con su pierna y su brazo izquierdo afectado por el fuego, con las secuelas de la inhalación, con restos de carbón en su interior. Ella, carga con el 8 por ciento de su cuerpecito quemado y las consecuencias emocionales y psicológicas del incendio que le marcarán su historia. Viven en Villa Lugano. En la calle Madariaga 6411 donde Erika, su mamá, contó en su testimonio que tienen un taller de costura propio en el que trabajan su marido; un tío paterno con su esposa y otras dos personas.
Aquel sábado –dijo la mujer- llegó su sobrina corriendo para avisar que salía humo de la habitación. Que llamaron a los bomberos. Aunque antes, su marido había logrado sacar a los niños que fueron llevados al Hospital Santojani y, de allí, en helicóptero sanitario al Garrahan. Antes de que sus crónicas de vida rozaran la tragedia –recordó Erika- Belén estaba mirando la tele mientras Sebastián dormía en la cuna. Que no había estufas, que tal vez haya sido algún chispazo del televisor, que… Las hipótesis son varias. Pero ésa será la letra chica en la historia grande. Como antes, en el mes de abril, las llamas de media mañana se devoraron a dos niños de 7 y 10 años en un taller textil de Flores, en el que vivían con sus padres. Como en marzo de nueve años atrás murieron en otro taller, en Caballito, Juana Vilca Quispe, de 25 años, embarazada; Elías Carbajal Quispe, de 10; Rodrigo Quispe Carbajal, de 4; Harry Rodríguez Palma, de 3; Wilfredo Quispe Mendoza, de 15, y Luis Quispe, de 4 años.
Cada una de estas historias desnudan otras, densas, complejas, cargadas de otros sentidos. En junio pasado un chico saltó un muro en el barrio porteño de Pompeya. Huyó. Gritó. Pidió ayuda. Poco después saltó a la luz el hacinamiento de una treintena de inmigrantes bolivianos esclavizados en un taller clandestino de costura.
Son historias ancladas en el corazón de la miseria humana. En las entrañas mismas de la perversidad capitalista que armó un rompecabezas a la medida de la avidez.
Entre el 70 y el 80 por ciento de la producción de ropa es ilegal, en cifras que varían levemente según el interlocutor. Es el 80 por ciento para La Alameda que sostiene que hay un piso de 3000 talleres clandestinos. “A un promedio de diez costureros por taller, suman unos 30.000 trabajadores esclavizados”. En su página figuran 112 reconocidas marcas de ropa que –refiere esa ONG- “legalizan apenas el 20 por ciento de la producción”.
El Instituto Nacional de Tecnología Industrial estimaba hacia 2011 que se trata de “una tasa de informalidad de un 70 por ciento”. Tanto la Cámara de la Indumentaria como la Cámara Argentina de Indumentaria de Bebés y Niños esbozan el 78 por ciento. Y la Defensoría del Pueblo estimó en 12 mil los talleres clandestinos en todo el país y por lo menos 3.500 en la Capital Federal.
En los talleres –cuenta la antropóloga María Ayelén Arcos en su trabajo “Las grandes marcas”-“conviven la vida ´doméstica´ y el lugar de trabajo del costurero. Las pertenencias personales, las camas y las herramientas de trabajo se distribuyen en espacios hacinados en los que predomina un sistema de trabajo conocido como ´cama caliente´. Este señala la proximidad entre la máquina de costura y la cama, expresión espacial de un tiempo marcado por la perpetua consecución entre las horas de trabajo y las horas de sueño”.
Los circuitos de captación suelen ser sistemáticamente los mismos: en Bolivia aparecen avisos en los medios, cartelitos en las calles, promesas familiares que remiten a ilusiones que luego difícilmente se traduzcan en un hecho real. “La mayor parte ha venido a trabajar en costura, ha ahorrado pesos y ha sido tallerista […] un hermano que viene de Bolivia trabaja dos o tres años haciendo de peón y al otro año se compra una máquina y ya empieza a ser tallerista, porque cuando trabajaba en un taller le daban uno ochenta por prenda. Pero cuando va a ser él directamente pueden darte dos o tres pesos. Ahí se crea el taller familiar con cuatro o con cinco, ya trabaja tranquilo sin estar yendo a pedir trabajo a nadie”, relató un referente de la comunidad boliviana a Arcos.
La cadena puede ser variada. Talleres familiares muy reducidos, otros que van incorporando compatriotas, aquellos que fueron perdiendo el carácter de taller familiar para ganar costureros a los que van hacinando y en donde termina todo reducido a un proceso esclavista. En un círculo abonado por ese egoísmo intrínseco de la misma humanidad en donde el oprimido demasiadas veces se monta en el escenario privilegiado del opresor del que emerge alienado, en un proceso abonado por un Estado connivente y por empresas que sonríen mientras pesan sus ganancias cada vez más suculentas.
Los procesos de la industria textil en el país tuvieron que esperar hasta 1930 para empezar a centrarse en la producción. Hasta avanzada la década del 20, más del 70 por ciento del consumo textil se abastecía de importaciones. Y recién después de la gran crisis mundial de 1929 se instalaron en el país unas siete grandes empresas del rubro textil. Creció el número de hilanderías en aquellos años y, durante el primer peronismo se desarrolló todavía más de la mano de subsidios, créditos y una política proteccionista. Entre caídas y reactivaciones, “entre los años 1974, 1985 y 1994 podemos hallar una paulatina disminución de las unidades productivas, de los puestos de trabajo ocupados, del valor de la producción y del valor agregado, tanto en la rama que aquí nos ocupa como en el resto de las actividades. En 20 años la cantidad de puestos de trabajo en la indumentaria se redujo en un 40,2%” (Arcos). Y ya entre 1993 y 2003, se redujo en casi el 20 por ciento. La vieja teoría del libre mercado que se fue tragando como arenas movedizas a los más vulnerados de la historia. Como diría Naomi Klein, la historia misma del libre mercado contemporáneo se escribió mediante shocks: “Algunas de las más graves violaciones de los derechos humanos de los últimos 35 años (...) se cometieron con la deliberada intención de aterrar a la gente o estuvieron destinados a preparar el terreno para la introducción de reformas drásticas de libre mercado”. Con una cada vez más reforzada “tendencia de las grandes firmas a nivel global en las últimas décadas, hacia la tercerización en sectores que provean mano de obra barata con el fin de desligarse de los costos de reproducción de la fuerza de trabajo”.
La costura –indicó Raúl Dellatorre, en la sección Economía de Página12- “es la última etapa de fabricación de la prenda. Es decir, del taller clandestino sale la prenda terminada. Usualmente, al establecimiento llegan los cortes de tela ya lavados y teñidos para su confección final. Entre las distintas etapas, la del costurero es la que requiere de mayor trabajo manual. De allí que importe tanto, para bajar los costos”. Y por eso, refiere para esa misma nota un delegado textil si la prenda sale de costo total 100 pesos, seguro que al trabajador que la cosió no le dieron más de 3 pesos por prenda. Y a la vidriera del shopping puede llegar a 1000 o 1500 pesos.
Los talleres clandestinos que rondan los 3.500 en la Ciudad Autónoma funcionan con la fuerza de trabajo de inmigrantes mayoritariamente bolivianos que sólo sueñan con mandar dinero a su tierra y comprarse una máquina que les permita instalar su propio taller en el que luego otros como ellos o parecidos a ellos entreguen su fuerza de trabajo. En una infinita cadena que se estructura en base a la filosofía del capital. En donde los niños emergerán cada tanto como efectos colaterales de una historia sin final. En el que la reiteración infinita de episodios color de tragedia son posibles por ese cóctel de miserias en el que colaboran generosamente las grandes marcas, el Estado que mira y no ve y las condiciones materiales de vida de los desarrapados.
Mientras tanto, como una ofrenda a los dioses la infancia muere o queda a milímetros de la muerte.
Edición: 2970
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