Hasta que las izquierdas nos separen

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Por Alfredo Grande

(APe).- De la misma manera que la cultura represora construye el mandato de las fiestas obligatorias, la democracia sacramental construye sus propias fiestas obligatorias: las elecciones. Como todo camuflaje, la permanencia en el tiempo hace que sea imposible diferenciarlo del vero ícono. Del verdadero rostro.

La democracia tiene mil caras, algunas atractivas. La bautizaron como estado de bienestar. La mayoría, muy desagradable. La bautizaron como estado de bienestar, con el aderezo de “para pocos y pocas”. O sea: el ajuste tan temido.

Con la sinceridad que sólo otorga el poder, y no siempre, el vocero oficial de los mercados financieros, mencionó “el costo social del ajuste”. Muy paquete. Muy chic. Muy cínico. Costo social no es otra cosa que una masacre de mediana intensidad, aunque no tan mediana. Cuando lo básico no está garantizado, entonces la vida está en peligro. Y justamente la diferencia entre la paz y la guerra, era que en la guerra peligraba nuestra vida. Ahora mal: ¿Qué hacemos cuando en la paz también peligra nuestra vida? Pues seguimos pensando más de lo mismo. O sea: que los males de la democracia, que yo he bautizado como el crimen de la paz, se arreglan con más democracia. O sea: si te fracturan una pierna, no hay nada mejor que fracturarse las dos.

La cultura represora pudo organizar el mandato del mandato divino del rey. O sea: el Poder venía de los cielos y los elegidos no podían ser cuestionados. El cielo tenía más poder que la tierra. La Revolución Francesa invirtió la lógica de ese poder y entonces, la tierra pudo más que el cielo. Pero en lo nuevo siempre está lo viejo, y diversas restauraciones conservadoras, reaccionarias y aristocráticas inventaron otros cielos. Hoy mirando para arriba, o sea, como poder supra subjetivo, está el Mercado.

El Mercado es una entelequia que oculta con cierto éxito, la bestial concentración de la riqueza en no más de 10 personas. Pero nadie puede contar todas las estrellas de un claro cielo nocturno, tampoco podemos contar ni pensar la dimensión económica y financiera de los poderes que nos hacen pagar el costo social en tasas usurarias.
Lo cotidiano laboral, educacional, familiar, nos bloquea la capacidad de pensar, de inventar, de crear. Si bien es necesaria una ley de educación sexual, la sexualidad nada sabe de leyes. La educación sexual es necesaria porque antes los Poderes reprimieron, disolvieron, atacaron y deformaron la escencia de la sexualidad. Que no es otra cosa que el placer. Con las intensidades que cada uno se permita.

No voy a discutir que debe trabajar el hombre para ganarse su pan. Pero otros trabajan de explotar el trabajo de las inmensas mayorías. Y eso no ganan su pan, sino que roban masas, lemon pie, scons, y todas las delicias del arte culinario. Del sándwich de mortadela al canapé de caviar.

O sea: llamar democracia a un sistema que organiza y planifica la más brutal desigualdad, las nuevas formas de la esclavitud y propone un mundo de rivales, es un éxito de la cultura represora. Su modo actual, el capitalismo financiero y trasnacional, es posible que tenga en algún momento un colapso. De hecho, lo ha tenido varias veces. Sin embargo, muy pocas veces ese colapso permitió abolir la racionalidad represora del capitalismo. En diciembre 2001 nos asomamos a esa posibilidad. Fracasó. En los 60 y 70 otros cielos parecía que podíamos tocar con otras manos. Pero entonces la traición del falso profeta hizo lo suyo. Y hubo fracasos. Y hubo derrotas. Penas y olvidos. Y los camuflajes se vendieron al por mayor. Se siguen vendiendo.

Las izquierdas siembre han intentado, y muchas veces conseguido, arrasar con la lacra explotadora del capitalismo. Cooperativas, fábricas recuperadas, emprendimientos auto gestionados, experiencias comunitarias, han mostrado y demostrado que se puede vivir sin Estado y sin patrones. Y que no se puede vivir con Estado y con patrones. El Estado y la Patronal a veces coinciden. A veces no, pero son asociados perfectos. Son los nuevos cielos que nos mojan con su lluvia ácida. No hay paraguas que aguanten. Es justamente la cultura represora la que ha construido el más formidable paraguas para alucinar la protección de las inclemencias de los tiempos democráticos. Ese paraguas son las elecciones.

Para elegir entre pocos, siempre los mismos, otra vez sopa, etc. La perversidad es legitimada porque es votada. El voto popular consagra, indulta, idealiza a justos y verdugos. Total, el mandato no es revocable. La única opción para barrer, arrasar, perforar el camuflaje del gran capital esclavizador, es construir una fuerza bruta que les quite a todos los lobos su piel de cordero. Parece que no es posible.

Las izquierdas han entrado en la industria de los paraguas. Y con la misma lógica de sus enemigos de clase, se ofrecen como productos para que el ciudadano los elija. La trampa es que mas allá de elegir candidatos más atractivos o menos sinceros, lo que las izquierdas logran es que se siga eligiendo un sistema depredador con todo su maquillaje a cuestas. Por supuesto que muchos no entran en el robo calificado agravado por el vínculo que algunos llaman dietas parlamentarias. Pero el problema es que esa conducta se agota en una frase que podría ser: “estoy trabajando con ladrones, pero sepan que yo no robo”. Necesario, pero totalmente insuficiente.

La guerra cultural será crear condiciones para desterrar la resignación de que hay una minoría de puros en una masa informe de delincuentes. Se trata de empezar a construir pensamiento crítico de masas sobre la democracia como una industria ilegal, ilegítima y con vocación de masacrar. Un paciente mío me dijo: “el kirchnerismo es la máxima izquierda que este país puede tolerar”. Tiene razón. Entonces se tratará de avanzar en los límites de esa tolerancia, no en resignarse a ella. Y eso es política, y eso es guerra cultural.

Yo no espero nada de las derechas, más que sangre, sudor, muerte y lágrimas. Pero sigo esperando todo de las izquierdas. Y ojalá no tenga nunca que aceptar que son justamente esas izquierdas las que nos separan.

Edición: 3391

 

 


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