Una larga hilera hacia el desencanto

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Por Claudia Rafael

(APe).- María sigue esperando que la llamen. “Todavía hay tiempo”, contesta cuando le recuerdan que ya pasó casi una semana. María sonríe cuando les cuenta a las otras madres, las que no se atrevieron a ir a la Expo Empleo Joven, que es seguro que le van a dar un trabajo. Y que entonces volverá a tener a los tres nenes con ella.

Ya no estarán repartidos: uno, con una abuela; otro, con una tía y la más chiquita, con ella. No fue en vano hacer las dos horas y media de cola para entrar a La Rural. Porque a ella le hablaron de una esperanza. Y por qué le iban a mentir, piensa. María tiene 28. Está casi al límite de la edad de la convocatoria del gobierno que era de 18 a 29 años. Vanesa tiene, en cambio, 24 y no sólo le aceptaron el curriculum sino que, además, le dieron una dirección de mail en donde volver a enviarlo. “Tu próximo trabajo te está esperando”, aseguraba –ampulosa- la convocatoria. Y Vanesa también espera. Como lo hizo pacientemente durante más de tres horas el primer día de la Expo.

No lo saben. Pero forman parte de ese enorme ejército de jóvenes desempleados que es 2,6 veces superior a la media de desocupación en la Argentina. Y si no lo sienten es porque ciertas pertenencias –en contextos adversos- diseminan. No unen. Aislan y enfrentan. No son generadoras de pensamiento colectivo. Sino de un individualismo atroz que promueve aplastar y pisotear al otro, que se parece, pero al que visten como un enemigo contra el que habrá que luchar en pos de un empleo efímero, una changa eventual.

Dicen las estadísticas que fueron 200.000 los jóvenes que tuvieron paciencia de horas para –como les anunció sonriente Mauricio Macri- “ser felices y para recibir amor”. Para “formar parte de la base de reclutamiento de las empresas participantes para cubrir futuras búsquedas laborales”.

Ni María ni Vanesa son técnicas electrónicas, ni ingenieras en sistema. Menos aún, flamantes programadoras informáticas. Ellas –como gran parte de las decenas de miles- podían encajar para las 8, 10 ó, a veces, 12 horas diarias en una hamburguesería o en un call center. En donde -saben a la perfección- a la menor falla, retraso o semilla de rebelión organizada, habrá detrás de sí infinitos postulantes al mismo puesto.

Esa vastísima hilera de desesperados no es más que una pintura de un sistema basado en la producción de mercancías que transforman a los vínculos humanos en una relación entre cosas. Lejos de la utopía de un trabajo humanizante, hay apenas una legión de desesperanzados que por un rato creen ir tras una zanahoria vestida de ilusión. Que luego se diluye. Cuando el teléfono no suena. Cuando la prueba dura apenas un par de meses y de vuelta al vacío. Cuando las horas no alcanzan para recuperar a los críos que crían otros porque no hay con qué llenar el plato ni tiempo para tomar la sopa juntos.

Seis de cada diez desocupados tienen menos de 30 años, dijo ayer el director del Indec, Jorge Todesca. En un país que, hace décadas ya, destruyó los oficios, impidió la formación temprana de trabajadores, alejó la historia colectiva como reto al destino de los pueblos. Los que pierden, son desde hace décadas decididamente los mismos. Con gobiernos que desnudan los colmillos un poco más o un poco menos. Con los mismos históricos apellidos que avanzan como propietarios de la tierra, del trabajo y de las vidas. Con discursos que se vuelven más o menos obscenos desde los que se entregan planes como migajas.

“Me paro ante ustedes como gerente de Recursos Humanos, no como Ministro de Educación”, dijo Esteban Bullrrich en los estertores de noviembre ante la Unión Industrial Argentina. En una definición medular en el complejo Golden Center de Parque Norte. Que no deja lugar a dudas sobre cómo y de qué manera tajante los ocupantes de turno llevarán a cabo los deseos del modelo.

Tan lejos de María, de Vanesa y de las decenas de miles que se fueron, cada uno por su lado, con un diminuto trocito de esperanza que el viento les arrebatará velozmente. Hasta que las miradas, alguna vez se crucen y se reconozcan. Se espejen y sientan que el dolor puede redimensionarse en el abrazo compartido.

Edición: 3364


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