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Por Silvana Melo
(APe).- Hace ya casi una década que se dice que las aguas del Paraná, a la altura de San Nicolás, son tóxicas. Que se las envenena sistemáticamente desde la planta de Atanor. Dicen también en estos días que el río está intoxicado en todo su cauce. Que recibe los siniestros jugos de las fumigaciones que bajan a su correntada desde los campos sembrados de Entre Ríos, Santa Fe y Buenos Aires. Desde ese suelo que es donde el cielo remonta el vuelo en el Paraná. Enfrentado a Atanor, en el coletazo del río que pasa por San Nicolás, está el barrio Química. Donde la gente trazó un mapa de la muerte, con 200 cruces en pocas manzanas. El cáncer parece haberse concentrado en un espacio que le resulta amigable. Donde puede discurrir, extenderse y sembrar metástasis con la lógica del glifosato. En esta foto del río y del barrio Química plagado de cruces y del San Nicolás del acero y la virgen –que a veces no milagrea en los barrios olvidados- hace poquitos días se murió Abigail. Se murió en el Garrahan, donde la llevaron después de pasar por Rosario y no encontrar remedio para un monstruo oncológico que se le metió en el cuerpo con apenas seis años.
En el Garrahan se cruzó con Mercedes Méndez, enfermera de cuidados paliativos, hastiada de ver morir a niños fumigados que llegan desde Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe. Harta de verlos padecer “a partir del genocidio por goteo”, como llama a las lluvias ácidas, a las derivas y a los sueños envenenados por los agroquímicos.
“La cuenca de todo el Paraná está contaminada con glifosato”, escribe Patricio Eleisegui y dice la cuenca de todo el Paraná. Glifosato y después Ampa (ácido aminometilfosfónico), que es su degradación. Llovido el río por el lixiviado de la siembra directa y transgénica (que no funciona si no es con agroquímicos), por el agua pesada que cae en su cauce bajando de los sembrados, de los sojales, de los maizales. El informe pertenece a Alicia Ronco y Damián Marino, investigadores del CONICET.
Un año y medio atrás, la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) a través de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC), determinó que hay
evidencias como para relacionar el glifosato con el cáncer. Andrés Carrasco murió aislado por la ciencia oficial cuando demostró las deformaciones embrionarias causadas por el glifosato. Y solamente a partir del principio precautorio –cuando no se sabía si era perjudical o no pero se sospechaba- debió haberse protegido a la gente del glifosato. A los perros, a los pájaros, a los niños, a las madres con niños en el vientre.
A Abigaíl también se le volvía camalote el corazón, crecida en ese retacito de la cuenca del río que daba a San Nicolás, a Atanor y al barrio Química. Y a los venenos malditos de un cuento que no tenía brujas ni monstruos sino gente de verdad, propiciando lo que Mercedes Mechi Méndez, la enfermera del Garrahan, llama “masacre con víctimas casi siempre anónimas y responsables con nombre, pero sin castigo”. A la sirena de alarma en el nombre de San Nicolás la escuchó en la voz de la tía de Abigaíl, cuando “en medio de tanto dolor” habló de la vida en el barrio pegadito a Atanor. Que produce glifosato, 2-4D, endosulfan, clorpirifos, atrazina. Todos muy peligrosos, prohibidos en Estados Unidos y/o Europa, varios permitidos en la Argentina en banda verde (escaso peligro), todos de alto poder residual, la mayoría potencialmente cancerígenos.
Cuando Abigaíl nació, la lucha ya estaba en pie. Le tocó en el sorteo fatal de la vida, crecer en el barrio Química. Cuando la fábrica ya había tomado el rumbo de la fabricación de agroquímicos a la vera del auge de la soja transgénica, de la lluvia de dólares que regaba algunos hombros y de la lluvia de veneno que irrigaba a otros, según de qué lado los colocó el fichero sistémico.
A Abigaíl le tocó la parte del veneno.
A los otros, la desidia del Estado, una justicia adormecida, una decisión de des-control, un negocio múltiple, una zona liberada.
Un mapa de la muerte con más de 200 cruces en pocas manzanas es la metáfora atroz que dibujaron los vecinos del barrio Química. Al que hace pocos días se sumó una crucecita pequeña, azul como la Tristeza de Intensamente, peladita por la quimio, absurdamente temprana.
“Los problemas y denuncias empiezan a aparecer y se manifiestan los casos de erupción en la piel, problemas en la visión, respiratorios, alergias y los primeros enfermos de cáncer. Primero fueron denuncias aisladas, luego concretas hasta llegar a la justicia, donde hay hoy tres causas, en lo penal y lo civil, en la justicia provincial y la federal por los vertidos al Rio Paraná”, dice Edgar Panigatti (Ong FOMEA, San Nicolás).
Los vecinos del Química comienzan a alarmarse por la frecuencia del cáncer en esas pocas manzanas que delinean el barrio: cuentan 17 muertos en apenas dos. El poder político y la justicia se encogen de hombros ante las denuncias. Se mueven alrededor del huevo de la serpiente, del monstruo en su laberinto. Le ponen alfombra roja. Mientras Abigaíl agoniza eternamente como práctica sistémica.
Apenas seis años, una Tristeza azul en el cuerpo y los sueños acotados a ver el sol mañana. Cuando haya logrado superar la noche en el Garrahan. Por donde pasa Mercedes Méndez a contarle historias de sapos con paraguas que le disputan la vida a las lluvias tóxicas de los sembrados. Y mientras cuenta del sapo verde se pregunta “¿a quién le cabe la responsabilidad de saber qué tóxicos tenía el agua que Abigaíl bebía… y el suelo que la sostenía… y el aire que respiraba?”. Y se pregunta Mercedes mientras le cuenta a Abigaíl historias de nenas chiquitas, azules como Tristeza, verdes como el sapo verde, “cómo puede ser que a más de un año de que la OMS declarara que el glifosato (uno de los tóxicos que fabrica Atanor y veneno estrella del modelo agro industrial) es cancerígeno, a nadie pero nadie, se le moviera un pelo e hiciera absolutamente nada para prohibirlo?¿Qué pasa con el silencio y la inacción de las Sociedades Científicas?”.
Mientras el Senado bonaerense aprobaba que apenas a diez metros de la zona urbana se pueda fumigar con glifosato, ella se iba, una mañana temprano, sin que nadie pudiera responder tantas preguntas. Se fue despacito, caminando chueca, entre los pasillos áridos de la suerte que le tocó.
Todos los sueños que atesoró en seis años, su chispa de rebeldía, su corazón de camalote, el fuego transformador con el que llegó al mundo y le apagaron con agua turbia del Paraná, las películas que vio, los cuentos que escuchó, las canciones que cantó. Todo está estampado en la remera que un día se pondrá la historia. Que saldrá con la bandera de los niños que se fueron. Para hacer de una vez la justicia con la forma de los invisibles.
Edición: 3204
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