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Por Miguel A. Semán
(APe).- En este instante millones de niños son adiestrados para ingresar al ejército de los consumidores del mundo. A un click de todo y a medio milímetro de la nada, rehenes de sus televisores, reciben mensajes destinados a implantarles la necesidad de las necesidades inútiles. Condenados a comer sólo para morir, se parecen a los pollos criados en masa, inflados a fuerza de antibióticos y hormonas. A la misma hora, en sus casas o a la intemperie, otros millones de niños reciben la misma información. Otro click les tienta la mano. Al lado del hambre visceral les crecen hambres de amores imposibles. No saben que les inculcan un credo sin alma. La publicidad global, unánime como la lluvia, cae sobre todos, aunque nos moja distinto.
Los europeos del norte prohibieron la publicidad dirigida a menores de 12 años. Acá, en Sudamérica, Brasil hizo lo mismo. Sin embargo, entre 2008 y 2010, los anunciantes de productos infantiles invirtieron en la televisión europea más de 500 millones de euros. Los chicos de clase media y media alta no sólo son las divisiones inferiores del mercado; ya hoy, sus decisiones determinan el consumo familiar y los adultos interpretan la adhesión de un hijo a una marca como un rasgo de personalidad.
Los que tienen la ñata contra el vidrio no esperan que nadie les aplauda los deseos. Los padres no dan para sostén de esperanzas. Los semáforos se les clavan en un rojo eterno, salvo cuando venden flores o pescan monedas y la esquina se llena de verdes apurados. El cordón de la vereda es la butaca. En la pantalla: dos lunas en eclipse. Jirones, harapos, camuflaje. Y al final, toda la tristeza. Pero nadie ha nacido para amante eterno de tanta tristeza. Ellos miran la película del cielo. Acá en la tierra, en los pies curtidos, es invierno con zapatillas rotas. Si fueran nuevas destellarían como diamantes obscenos.
En casi el 30 % de los spots televisivos aparecen niños, en la mitad no son consumidores del producto ni destinatarios del mensaje. Funcionan como soportes de símbolos gastados: inocencia, fe, ingenuidad. Sebos del consumo sin culpa y formas de explotación infantil legitimadas por la esponja insaciable del éxito. Cuando el mensaje les está destinado, el juego es aún más siniestro. Los publicistas establecerán las pautas fundacionales en la niñez eterna de los espectadores. Todo aquello que no haya sido anunciado y recomendado cargará con el estigma de trucho y marginal.
Marginales y auténticos, en su azul de frío, los no mostrados no encuentran la forma de ganarse el pan del día. Y si la encuentran los explotan en la peor de las negruras. Si protestan o muestran apenas la punta de un derecho se les dice que el trabajo infantil está prohibido. Después de todo, en un país civilizado no puede haber un chico que trabaje.
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Postdata
Ezequiel Ferreyra murió de cáncer a los 6 años. Desde los cuatro manejaba productos agrotóxicos en la mayor granja exportadora de huevos del país, ubicada en Pilar. Consultado sobre el tema el líder de la UATRE dijo que desconocía el caso y que “un chico de esa edad no puede trabajar”
A casi nadie le interesó el tema. Ninguna publicidad le dio alas a esta muerte. Sin embargo Florencia Mujica filmó “La cáscara rota”, documental que se vio en el cine Gaumont desde el 24 al 30 de abril de este año. Apenas una semana. Para los consumidores de publicidad no existió. Como para el secretario de la UATRE la muerte de Ezequiel. Los grandes medios ni siquiera se enteraron. Y está bien que así sea, la función de los grandes a lo largo de la historia se ha limitado a restarle importancia a las cosas de los chicos.
Edición: 2696
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