Santos en la rebelión

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Por Oscar Taffetani

(APE).- En 1909, al prologar Teoría y práctica de la Historia -que sería su contribución más importante al pensamiento socialista- Juan B. Justo puso en la primera página un sugestivo epígrafe: “Dedico este libro a esa masa laboriosa, sincera aún en el error, santa en la rebelión”.

 

Una primera interpretación de aquella dedicatoria es que a principios del siglo XX el socialismo había dejado de ser una teoría (y una fe) de obreros alemanes trasplantados al Nuevo Mundo (Vorwärts se llamó su primera revista) y aspiraba a convertirse en catecismo de las masas proletarias de esta región del planeta.

Una segunda interpretación -que sigue vigente aunque hayan pasado cien años- es que nunca es tarde para gritar, para reclamar por un derecho o para decir, como aquellos criollos de la Junta Tuitiva, en 1809, “hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez”.

En estos días, desde ciertas usinas mediáticas, se ha tratado de descalificar el reclamo de los vecinos de Gualeguaychú con el argumento de que en otras ciudades argentinas se consintió -y aún se consiente- la diaria contaminación de las celulosas.

La pregunta -contaminada- que los escribas del poder hacen es “¿Por qué protestan ahora?”. Y la respuesta a esa pregunta puede ser, sin menoscabo de cualquier otro argumento: “-Porque ahora nos dimos cuenta...”

Hubo una siesta cómplice del Estado argentino, que delegó lo indelegable y concesionó lo inconcesionable, en la llamada década menemista. Hubo beneficiarios, directos e indirectos, del desguace del Estado.

Hubo también importantes sectores de la población, no exclusivamente de clase media, que disfrutaron de la ilusión cambiaria de los ‘90, del “déme dos”, del endeudamiento externo y hasta de las regalías que alegremente pagaban los concesionarios del oro negro y otros oros que guarda el subsuelo de la Patagonia y de otras regiones argentinas.

Ahora la fiesta terminó, y como en El retrato de Dorian Gray, de Wilde, la sociedad de los pudientes quedó enfrentada, sin poder torcer la vista, con el retrato crudo y desnudo de sus crímenes: el hambre de los chicos, la desocupación de los grandes, la violencia salvaje, la liquidación del futuro.

Viejo -y nuevo- jefe Seattle

Fue muy difundida en los años ’70 -y también en las décadas posteriores- una bellísima carta atribuida al gran jefe Seattle de la tribu de los Suquamish, en América del Norte. Esa carta es considerada el primer manifiesto ecologista, ya que está redactada sobre un concepto diametralmente opuesto al que sustentó la revolución industrial y la colonización del planeta, durante el siglo XIX: La tierra es nuestra madre, y no nos pertenece. Nosotros somos de la tierra.

Sólo hay un detalle: el texto no es de 1854. Ni fue escrito (ni dictado) por el gran jefe Seattle. Lo escribió Ted Perry, joven guionista norteamericano, para su filme Home (Hogar), de 1972.

El manifiesto ecologista de Perry se distribuyó en cientos de miles de copias, en distintos idiomas. Varias generaciones se emocionaron con las palabras del jefe Seattle, que los hizo reflexionar, entre otras cosas, sobre el genocidio de los pueblos originarios de América del Norte.

Aquellas fueron palabras oportunas para una masa sincera aún en el error, y santa en la rebelión.

Pocos años después del manifiesto de Perry, el cineasta australiano Peter Weir conmovió al mundo con su filme La Última Ola, en el que relativiza los avances de una civilización que se construye sobre el olvido y la negación de las raíces.

Los australianos -hijos de una colonización arrolladora e implacable, lo mismo que los norteamericanos- comenzaron a tomar conciencia, a fines del siglo XX, de su deuda impagable con la tierra.

Traducciones y olvidos

Discursos en boga nos invitan a hacer la arqueología del pensamiento socialista del siglo XIX, o de las utopías comunitarias del siglo XX. Como si no pudiera hablarse de esos asuntos, con fundamento, en tiempo presente.

Sin embargo, una simple ojeada al Manifiesto firmado por Marx y Engels en 1848, o a los simples versos de aquel himno obrero bautizado “La Internacional”, en 1871, basta para saber que ambos están hablando del presente. Hablan del grito de los oprimidos.

De pie los condenados de la tierra. / De pie los presos del hambre, dicen los versos de la letra francesa. El Estado oprime, / la ley hace trampa, expresan con notable síntesis.

La Tierra será un paraíso, / patria de la humanidad, pintan poco después, esperanzados, los socialistas españoles.

Los hombres han de ser hermanos, / cese la desigualdad, se suman los anarquistas.

Hay un verso que se repite en todas las versiones; que se repite en catalán, en gallego, en húngaro y en finés, en filipino y maorí, en quechua, en yiddish, en esperanto: La Internacional es el género humano...

¿Qué pasó después?, nos preguntamos.

Tal vez una extraña contaminación diluyó el mensaje. Una amnesia feroz atacó a la Internacional. Atacó al género humano. A esta masa laboriosa, sincera en el error.

Esta masa que sólo fue santa (es santa, será santa) al ejercer su derecho a la rebelión.

 

 


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