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Por Silvana Melo
(APe).- “A mi nietita le colocaron un inyectable en la piernita derecha que no sabemos qué era pero que hizo que la bebé se quedara sin llanto a las 11 de la mañana”. Cinco bebés se quedaron sin llanto repentinamente, en un junio atroz del hospital materno neonatal público de Córdoba, que arrastra a Ramón Carrillo en su nombre. Más de veinte niños nacidos saludables y con expectativas de una vida larga y promisoria se interrumpieron en esos días o sufrieron de pronto patologías impensables, según las denuncias surgidas después. Nada se detuvo en el país. No hubo manifestaciones masivas ni justicia grandilocuente ni cadenas nacionales en los grandes medios hablando de la grieta que se abrió a los pies de tantas mujeres. Una oscuridad atroz que se llevó a sus niños en un día desangelado de invierno.
Los bebés vivieron horas apenas. Nacieron de madres sanas, ellos estaban sanos. Nacieron de madres controladas, deseantes, fueron bebés amados, deseados. Nacieron de 3 kilos y medio, rosados y llorándole fuerte, como se debe, al mundo hostil y patibulario al que les tocó asomar. Succionaron la primera leche y en ella prometieron a esa madre, esa deidad creadora de vida, ser libres y exploradores de alguna felicidad colectiva.
El horror de todas las madres de ese 6 de junio serpenteó por las habitaciones del hospital esa noche. Voces que llamaban con desesperación porque su niña nacida “rosada y sana” estaba “pálida” o que su niño estaba “frío”. Gritos y llantos por vidas chiquititas que se escapaban como un suspiro y que minutos antes eran el fuego de la esperanza en los brazos, quemando toda tristeza posible.
En el hospital hablan del cuarto pinchazo. El que no debía ser. Después de la vacuna contra la hepatitis B, la BCG y la vitamina K. Ese pinchazo estuvo, acusan, en la mano de una enfermera que inoculó potasio. En una cantidad no compatible con la vida. Nadie explica por qué. Nadie sabe por qué. Mientras que a las madres se les preguntaba si los bebés muertos se les habían caído, si los habían “tirado a propósito”, en una búsqueda de culpar al escalón primordial, el iniciador de la vida. Nadie revela por qué quien se lleva un niño sano lo devuelve envuelto en una bata, frío y pálido. Por qué si salió triunfante de la prueba de Apgar (la que define cómo toleró el nacimiento y si está en condiciones favorables de vivir), la muerte lo atrapó en la primera hora.
Nadie se pregunta, en un interrogante coral, cómo se murieron cinco bebés –y acaso muchos más- en un hospital público en el que la madre va a parir con la confianza de quien elige ese ámbito para producir milagrosamente vida.
Nadie sale a gritar desde Ushuaia hasta La Quiaca que dejaron morir a cinco o diez o quince niños. El mundo en este sur desangrado se mueve como si nada. Discute si hay justicia para los poderosos. Pero no si habrá un cielo guardado para los muertitos que no debían morir.
La injusticia más enorme de este tiempo.
Y por ellos no hay grito.
Edición: 4167
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