Por Claudia Rafael
(APe).- Se llamaba Fermín Nicasio Calderón. Su casa y su universo eran una pileta de natación abandonada a escasos cinco metros del club de golf de la ciudad. Fermín Nicasio lo habían bautizado. Como si fuera el protagonista de una novela de otro siglo. Con el nombre ideal para combatir los males del mundo, si fuera necesario. Pero Fermín Nicasio no era de otro siglo ni protagonizó jamás una sola novela más que la de la tragedia personal. Esa que lo llevó a morirse un invierno de temperaturas bajo cero en una madrugada cualquiera. Sin epitafios para su historia. Tapadito con cartones que hacían las veces de frazada y cubierto por un techo de lona raída que dejaba caer los gotones desnudos de una lluvia cualquiera que, ciertas noches, se transformaban en estalactitas. Cobijado por los perros vagabundos, tan vagabundos como él por historia y por destino de país y de ciudad.
Hay decenas de miles de fermines diseminados por toda la geografía. Muchos solos y solas como él. En estadísticas magras en que los números no sirven absolutamente de nada cuando los dolores y el hambre atraviesan las vidas. Son termómetros que no miden los amores, los desgarros, las miserias y las miradas que se van vaciando y aletargando de pura expulsión que se vive a diario. Pero que muestran, eso sí, cómo computan la exclusión los señores y señoras que definen políticas desde un sillón de terciopelo.
Gonzalo Basile, presidente de Médicos del Mundo, dijo a Clarín que “el 73 por ciento son personas que están solas y más del 30 por ciento no tiene DNI”. Son los que, para las políticas de Estado, no tienen nombre, ni pasado, ni futuro. Basile dijo también que hay más de 10.000 deambulando por las calles porteñas, buscando un rumbo que no aparece o –como dice Eduardo Galeano- buscando que “algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte”. Sólo que lo saben muy bien: “la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho”.
Es extraño cómo los números son, según quién los escriba. Porque mientras Basile habla de 10.000, la ministra porteña de Desarrollo Social, María Eugenia Vidal, se empeña en hablar de 1.400. Y dice que hace escasos tres años eran apenas 700. Muy bien parecen ir las cosas para la ministra. En la ciudad que ven sus ojos de funcionaria hay un 0,04 por ciento del total de la población que las proyecciones ubicaban para 2009 en alrededor de 3.050.000 habitantes. O, dicho de otro modo, para Vidal hay un habitante que busca un techo que lo cobije -que a veces es puente o a veces es árbol, que a veces es callejón oscuro y otras simple zaguán de edificio abandonado- por cada 2178 que sí tienen un hogar que les recubra el cuerpo y el alma.
Médicos del Mundo es muy claro en su mirada cuando advierte que “el Gobierno porteño hace un conteo durante una noche. No cuenta a los que tienen un subsidio de tres meses, después de los cuales vuelven a la calle, ni a los que duermen por una noche en un hotel. En 2008 calculamos que había 10.000 personas en la calle. Como en los últimos dos años hubo muchos desalojos, ahora hay un 10 por ciento más”.
El invierno los mata y los veranos tórridos como éste los debilitan más y más. Los vuelven más y más vulnerables. Basta con saber dónde poner los ojos para entender. Dirigir la mirada por un rato hacia donde nunca se mira. A la autopista que pasa sobre la calle Combate de los Pozos para ver las frazadas desplegadas. A los laberintos y vericuetos secretos de Constitución. A los zaguanes del abandono y la vulneración. A los acantilados de la indignidad. Y dejar de ponerla, a la hora de la decisión, en los eternos banquetes de la abundancia.
Fuente de datos:
Diario Clarín – 30-01-10
Edición: 1692
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