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Por Dr. Elías Neuman
(APE).- Cuando los medios, que son los dueños del consenso, hablan de violencia, se refieren siempre a la de abajo: callejera y urbana. Y mientras la opinión pública resulta fagocitada, digerida, por la “opinión publicada” nuestros ojos y nuestros miedos no pueden mirar sino hacia abajo, hacia esa dramática violencia.
Cabría hacer lo que en México llaman “voltear la cara” hacia arriba y preguntarnos si los delitos económicos y financieros, por ejemplo, los que lleva a cabo una empresa transnacional oligopólica o la corrupción y el soborno que se columpia entre las alfombras rojas de ministerios, financieras, bancos, millonarios en dólares ¿no constituyen violencia? ¿no hay violencia en la polución de la tierra, el agua y la atmósfera? ¿Y los grandes tráficos de nuestra era: armas, mujeres, niños, drogas, sangre humana u órganos? ¿y la incitación por los medios al odio racial, religioso, político y de género?, ¿y la falsificación de medicamentos y alimentos? Un solo delito de cuello blanco, pensado desde detrás de un escritorio, tiene mayor costo económico y social -y, por ende, violencia- que todos los delitos contra la propiedad por los que están presos decenas de miles de ladrones de gallinas... Pero, ya se sabe, a la cárcel llegan los delincuentes fracasados…
¿Está preparada la policía para investigar esos delitos como lo está para el gatillo fácil? Y, si por cuestiones de arcana índole, uno, tan solo uno de esos delitos, llega al ámbito de la justicia, como dirían los muchachos: “¡no pasa nada…!”.
Precisamente en prisiones mexicanas suele leerse unos versos atribuidos a un viejo preso que expresan con elocuencia:
“En este lugar maldito
donde reina la tristeza
no se condena al delito,
se condena a la pobreza”.
En tiempos del neoliberalismo el Estado se sinonimiza con el control social. Un control social férreo, con leyes severísimas, con acumulación de penas, con no excarcelabilidad, con estirar hacia abajo la imputabilidad penal de los niños y jóvenes. Las leyes están destinadas a ellos que pueblan reformatorios, comisarías y prisiones de adultos. Siempre los mismos, los mismos rostros y los mismos delitos. El Estado, los políticos en funciones, en vez de librar la lucha más importante y necesaria por el pleno empleo, deciden el férreo control social de los que lo han perdido, es decir, institucionalizar a las personas que el propio sistema engendró. Esa severidad absoluta, esa mano dura que se ejerce de hecho, ese Estado Penal, aún dentro de nuestra incipiente democracia, habla de autoritarismo de Estado, para una gran franja humana de posibles insumisos.
Resulta más avieso que ridículo pretender que las leyes severísimas puedan solucionar realidades sociales. Cabría recordar que el país posee pena de muerte extralegal: se denomina popularmente “gatillo fácil” y que hay otras formas de gatillo fácil carcelario que, por diversas razones y medios, mata a muchas más personas detenidas de lo que se cree.
Tanta muerte, ¿intimida, disuade al delincuente? Y se trata de la pena más cruel y a la mano; sin acusación ni juicio ¡solo muerte, a secas! No solo no disuade al delincuente de abajo sino que éste se arma y va a la guerra y en los llamados enfrentamientos suelen caer policías (también transeúntes, testigos, mirones e inocentes que mueren por balas perdidas). La violencia represiva no disuade pero, de antiguo se sabe, que atrae mayor violencia...
Entretanto: ¿quién engendró esa violencia: la policía o los delincuentes...?, ¿la administración carcelaria o los presos...?
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