Vientos de octubre

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Crónica de elecciones en los confines originarios

Por Mariano González

Fotos: Ana Laura Beroiz

(APe).- En la sede de la impunidad, cede la democracia a manos del mercader de voluntades. En fila, apretados. Adentro, encerrados; afuera, oprimidos. Las promesas cayeron caudalosas como la lluvia que también se olvidó de nosotros. El sol que quema nuestras pieles sólo brilla para ellos. Arriba todo es fiesta, música, promesas con los dedos cruzados y una risa feudal que asoma por sus dientes limpios. El desfile comienza temprano mientras esperamos nuestro turno para fingir ser parte de la fiesta del voto. Nosotros ganado, ellos pastores; nosotros números, ellos administradores; nosotros hedor, ellos pulcritud; nosotros el barro, ellos cemento; nosotros la sed, ellos champagne; nosotros muertos, ellos dueños del negocio de la muerte; nosotros terroristas, ellos justos. Nosotros, nosotros; y ellos, ellos.

Tras la reja nadie nos ve y aunque el color gana las calles, acá adentro todo es sombra. De esa sombra que enfría los pies y endurece el corazón y las miradas. Afuera se disputa la horma del zapato que pateará nuestros sueños un poco más lejos.

Mientras nosotros fingimos ser huéspedes de su fiesta aguardando nuestro turno en este galpón, un viento norte comienza a acunar la tarde. Los sicarios del futuro temen a esa extraña voz y buscan reparo dentro de la sede que en azul y blanco muestra una Pe y una Jota que hace rato perdieron su color en la batalla contra el abandono. Nosotros no le huimos, quedamos firmes ante el remolino que arrastra las cenizas de mi pelo; nos miramos a los ojos, nos conocemos la huella con este otro anciano del Norte.

El me habla y yo le deslizo mensajes a los nuestros en la comisura de sus labios. Es octubre y en sus pliegues ventosos me atraviesan aromas de otros octubres, teñidos de rojo. Unos con olor a libertad; otros, con olor a muerte.

Finalmente mengua y se aleja nuestro ángel descalzo. Ahora se arremolinan los punteros a nuestro alrededor. Mi mirada inaudible se posa en los labios de quien da las órdenes en el lugar, el mismo que de un empujón nos hizo sentar junto a los demás. Apenas distingo unas palabras que vomita su boca, mezcladas con un denso humo negro. Sacan cuentas apresuradas sobre los resultados. La votación se define en este galpón, el verdadero cuarto oscuro.

Mi nieta se durmió en mis brazos esperando en vano salir de aquí. ¿Qué extraña paz le entra al recostar su cabeza sobre mi falda esperando que mi mano áspera y anciana le arremoline los cabellos, reemplazando al viento que sopla afuera? ¿Qué misteriosos paisajes fatigará en su soñar? ¿Qué extraños ríos antiguos navegará lejos del frío de esta sede? Se durmió, cansada de mirarse con las margaritas por la ventana, hermanas en la raíz. La humedad de esta sala la hará toser esta noche. Seguro romperá el letargo de la madrugada, soñando al hombre que, ahora, dándonos la espalda, y apoyado en la puerta habla enfáticamente. Antes de dormirse ha pasado largas horas contemplando a sus hermanos en la antesala de la derrota. Se ha acostumbrado a ver al señor que con lentes oscuros y sin mediar demasiadas explicaciones se aparece en nuestros territorios cuando los relojes de arriba se disponen a cambiar sus balas por urnas. Algunos le dicen compañero, pero nunca lo he visto compartir nuestra hambre ni nuestra sed. Nunca le he visto compartir el quejido de los pies cansados desde su camioneta. Nunca lo vi sufrir el frío que congela la noche. Sus manos desconocen mis ampollas.

Arriba sigue el desfile de hermanos, acá adentro las moscas son dueñas de los murmullos; nosotros caminamos la lengua del silencio.

El hombre que reposaba en la puerta, nos ordena con los dientes apretados ponernos de pie para ir hacia una de las escuelas. Ahí donde somos pasado. Donde enseñan a los niños cuán salvajes somos y a mirarnos con desprecio o con compasión siempre y cuando permanezcamos en blanco y negro, inmóviles e inofensivos sobre la hoja de papel.

Lentamente nos dirigimos a las urnas. El hombre de bigotes camina delante de nosotros con aires de patrón. Cientos de ojos controlan la escena. Sus miradas son puñales a nuestra identidad, pero ni uno es capaz de posar su mirada en nuestros ojos. Nos miran, pero no nos ven. La policía ha ocultado sus uniformes pero no pueden con sus mañas.

Finalmente salimos de la escuela donde desde de las paredes nos miran los próceres con las manos llenas de sangre hermana. Otra vez nos llevan a la impune sede. Por última vez me asomo por la ventana que ha visto florecer mis arrugas y que he visto oxidarse año tras año.

Salgo del encierro a esa hora en la que un naranja intenso precede a una frágil luna. Me miro los pies cansados y mis manos ya ancianas, fatigadas de tejerme. Mis oídos olvidaron algunas palabras y mis ojos se nublaron un poco.

*****

Nos marchamos. Volvemos a ser invisibles. Mi nieta juega con el viento entre mis polleras. Volvemos camino abajo, lejos de la farsa y el ruido del voto. Me espera la fiesta de abajo, la nuestra. En la olla nunca faltan palabras para alimentar las conciencias. Y la alegría sigue siendo esa trinchera desde donde pensarnos. Arriba, los que hace un rato se enfrentaban, chocan ahora sus copas sin prestar demasiada atención a ese silbido molesto que crece. Algo se oye zumbar, la digna rabia se hace aullido en el viento. Un rojo y lejano octubre viene desde lejos y se adivina marcando el futuro. El viento se vuelve tormentoso otra vez. Este anciano habla la lengua que desprecian.

Sentimos al viento silbando detrás de nosotros y la brisa de un octubre masacrado nos susurra al oído que no se han ido nuestros muertos, que caminan nuestro paso. Abajo respiramos, abajo pensamos, abajo nos organizamos. Arriba sólo aparecemos para que ellos sigan ciegos.

Ellos no lo oyen, no lo ven, pero un viento de abajo comienza a derrumbar sus castillos, en la noche y en silencio.

Edición: 3037


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