Venganza narco y niños quemados

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Por Silvana Melo

(APe).- El mundo donde una venganza narco terminó con la vida de dos chicos de 5 y 9 años queda en José C. Paz. Es un planeta distinto, que se arma con los mosaicos de las villas, de las barriadas populares donde no llega la cloaca ni el pavimento, donde el alumbrado público es una quimera. Un territorio que es un cuadrado gris en el GPS, que no merece domicilio en el mapa. Que no tiene dirección más que el certificado que el Estado ha decidido emitir como para que la gente viva en la nada pero con calle y número tan virtual como el almuerzo. Tan aleatorio como la dignidad.

El mundo donde los vecinos creyeron en una victoria después de sacar a los soldaditos de la esquina y a la noche recibieron la brutalidad de la verdad con fuego de metralla en las puertas de sus casas, queda en Ingeniero Budge. Allí donde el sociólogo Javier Auyero investigó las cadenas de violencia y descubrió a los chicos deshojando la margarita del futuro: soy yuta, soy gendarme, soy transa. Qué es lo que más paga. Qué me va a sacar de esta ruina que me selló la piel como para siempre. Suele quedar el pétalo del transa. Pero asociado con el uniforme. El que sea. Si no, nada es posible.

En Budge o en el barrio Concejal Alfonso de José C. Paz. En la Zavaleta de Barracas o en la 31 de Retiro el Estado suele fundirse con la beneficencia de los nuevos ricos que saben cómo dominar y cómo disciplinar. El Estado, en realidad, se va tranquilo del territorio porque deja un estado paralelo que recaudará y pasará la parte en pago por la zona liberada. Un Estado con pena de muerte de hecho, un mercado laboral interno floreciente que compite con el empleo blanco, el de afuera, para el que los pibes no califican porque no comieron bien, porque no fueron a la escuela, porque son parte de los desechos que el Estado oficial deposita en su ceamse social. Compite y gana. En esa red el empleador emplea, la policía protege y colabora, el puntero cuela para la política y los pibes se mueren estragados por la droga berreta o con un disparo en la nuca si apenas pensaron en zafar.

Los niños quemados de José C. Paz murieron bajo un fuego desatado por la venganza: tres mil pesos que un familiar eligió dejar en su propia bolsa. Cuando el narco arrojó la botella con combustible en la casa del dealer que lo traicionó, no supo o no le interesó que sólo había tres chicos en la casa. A los de 5 y 9 años el fuego los abrasó y ellos no tuvieron tiempo de pensar en la escuela ni en pedir por mamá. Su hermana, de 14, pudo salir, con el horror calzado en el cuerpo, tatuado en los ojos para siempre. “Se convirtió en la principal testigo del caso”, dijeron los diarios. Marcada por el estigma familiar, por lo que pudo ver, por lo que sabe, por lo que supone y por supervivencia, no más. Eran las 5,40 y los tres estaban solos. A las 5,40 el incendio los despertó apenas, la venganza se acostó con ellos y estaban solos.

En Ingeniero Budge, bordeando La Salada, en la Lomas que conduce Martín Insaurralde, el mundo de tragedia mágica del conurbano sur queda en las barriadas que se caen del planeta. Donde las familias sin trabajo ni changas más o menos sostenidas, que han resistido a ese tejido social paralelo terminan instalando cocinas de paco en el galpón. Porque en el mundo legal el abandono es monstruoso. Allí los niños no sueñan con ser médico o actriz de cine. Se ven en una alternativa de transa, policía local, gendarme, dealer o bonaerense. Capaces de disparar por un Samsung Galaxy J7 o por las últimas Nike, aunque en casa se duerma sobre una frazada. Porque la frazada queda en la intimidad. Y las llantas y el móvil integran a un mundo al que no se puede ingresar si no es bien calzado.

En Budge las familias que todavía resisten caminaron por las calles día tras día para visibilizar su aguante ante los soldaditos de la esquina. El día en que se fueron sintieron un cosquilleo en la espalda: una victoria. Una pequeña victoria. Cuando a la noche las ráfagas calaron las puertas de las casas los envolvió una gélida soledad. El video con los narcos dejando el testimonio de su postura ante la lucha vecinal y la difusión viral dejó clarísimo quién manda en ese territorio que tuvo un segundo de iluminación mediática y ahora es otra vez el mundo paralelo donde los vecinos piden chalecos antibalas para ir a trabajar.

Para el periodista Carlos Del Frade (APe) el narcotráfico está enquistado en todas las instituciones. “Es el negocio del sistema, la etapa superior del imperialismo”, define. Es decir: con idéntica lógica con la que China se queda con los recursos y las materias primas para devolver restos de su banquete en alguna obra de infraestructura, Estados Unidos suele premiar la pleitesía con cursos del FBI y la DEA para las fuerzas de seguridad. “Un manejo del control social de la población, con la excusa del combate contra el narcotráfico. Sobre todo tiene el objetivo de controlar a la pibada”, lee Del Frade como objetivo final.

Esa pibada deja el cerebro y los sueños en el tacho de basura de las drogas baratas. Deja la rebeldía en la puerta de los patrones, dealers y policías. Deja la vida como Kevin, de nueve, huyendo del tiroteo en la Zavaleta. Como Micaela, de 11, que entraba a su casa de Fiorito y una bala hambrienta se la llevó. Como Lucas y Marcos, de 5 y 9, quemados en su casita de José C. Paz. Como Diego, de 14, con dos balas en el pecho en la 31. Como Santino, de 2 años, acribillado en Rosario.

Como una procesión de pequeñas conspiraciones vencidas.

Edición: 3353

 


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