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A un 57,4% llega la pobreza en el país. El presidente tiene una planilla de excell en su cabeza. En el corazón le late el superávit falluto que festejó hace horas y puso en andas a Luis Caputo. Ya no el déficit cero, sino el superávit. A costa de los que han sido y serán déficits fiscales, sociales y vertebrales. Estos 27 millones de pobres. Estos siete millones en la indigencia.
Por Silvana Melo
(APe).- La cifra acaricia los niveles que alcanzó la pobreza en los tiempos nubosos, oscuros, cuando Jorge Remes Lenicov devaluó brutalmente para que el gobierno de Eduardo Duhalde pudiera terminar con la Convertibilidad. Era 2002. En ese verano trepó, la pobreza, casi al 60%. En este verano, veintidós años después, sopla un incinerante 57,4 %. Un número aterrador que apila en el subterráneo de los que no tienen acceso a lo más importante, a 27 millones de personas. Entre ellas, 7 millones no tienen para comer ni techo para tirarse a dormir. Son indigentes. Números, gráficos de barras, líneas que enloquecen hacia arriba. Gente. Mujeres y hombres castigados por el estrés, la impotencia y una salud descuidada. Niñas y niños, adolescentes, condenados a la subalimentación, con una educación que se derrumba, con sueños tan cortitos como el celular inaccesible, las zapatillas en la vidriera, la esquina y el faso y la birra.
El presidente tiene una planilla de Excell en su cabeza. En el corazón le late el superávit falluto que festejó hace horas y puso en andas a Luis Caputo. Ya no el déficit cero, sino el superávit. A costa de los que han sido y serán déficits fiscales, sociales y vertebrales en un país donde la sensibilidad política fue cayendo en favor de los intereses dirigenciales propios hasta llegar a esta indolencia vecina de la crueldad. Que devalúa un 118% sin ningún tipo de compensación. Que es capaz de aumentar ocho puntos la pobreza en 40 días. En una alta producción de siete millones de pobres adicionados al plantel de principios de diciembre. Y ahora culpar a una casta opaca, que cada vez menos son los dirigentes, los funcionarios y los empresarios y cada vez más engrosa la multitud infinita de descartados sistémicos. Una casta de 27 millones que crecerá ostensiblemente en los próximos meses, cuando se cuadripliquen los servicios, cuando los viejos se empiecen a morir sin salvataje, cuando una garrafa cueste un sueldo mínimo, cuando se devalúe otra vez con un superávit berreta en el pecho, del lado izquierdo.
Dice el Observatorio Social de la Universidad Católica Argentina (UCA) que la “indigencia pasó del 9,6% en el tercer trimestre de 2023 al 14,2% en diciembre de 2023 y al 15% en enero de 2024”. Dice la UCA que la pobreza “pasó del 44,7% observado en el tercer trimestre de 2023 al 49,5% en diciembre y al 57,4% en enero”.
Una familia tipo necesita casi 600 mil pesos para no ser pobre. Siempre y cuando no pague alquiler. Duplicado, triplicado a gusto y arbitrariedad de los propietarios. Avalados por el super DNU que sigue vigente mientras al escándalo de la Ley Omnibus le siguió la obsesión Lali Espósito. Y un presidente con un corazón gélido y una planilla de Excell en el cerebro que completará tres viajes al exterior en dos meses de gobierno. Que paga por supuesto el Estado argentino en situación de desactivación.
Se está derrumbando la estructura social del país. Se cae la cultura, la investigación científica, los recursos naturales, la dignidad, los orgullos que eran andamiaje de dos siglos en esta tierra. Los están derrumbando. Los están haciendo caer.
Miles de ciudadanos festejaron en las redes –ese territorio de los crueles y de la vileza que son las redes- la muerte de un rosarino de 21 años que se quemó el 90% del cuerpo por intentar robar cables. Vivaban su triste figura asomando de un pozo, marrón y con la ropa destrozada. Una profesora de Ezequiel Curaba lo recordó como el pibe sin la piel colgando a jirones. “Los últimos tiempos han sido difíciles para nuestros pibes, él tiraba de su carro. Andaba cirujeando. (…) Era bueno. Tiraba de su carro. Leyendo comentarios en notas de diarios, veo que festejan su muerte tan dura y cruel. Él tiraba de su carro. Quizás, la posibilidad de unos pesos más para el morfi... No lo sé. Era tan dulce y siempre sonreía. Yo no quiero que lo recuerden así”.
Una familia que subió al 28 en Constitución no tenía cómo pagar el boleto. Que aumentó el 250% de un tirón. “Hola, perdón, pero no tengo para pagar. Me gasté toda la plata en la comida del nene. ¿Puedo viajar gratis, por favor?”. Ante el no, otro pasajero les quiso pagar los boletos. Se generó una discusión violenta y el chofer sacó una picana eléctrica con la que los amenazó hasta que se bajaron. El chirrido del instrumento de tortura institucional se escuchaba claramente en los videos tomados por pasajeros.
Actitudes sociales validadas, legitimadas, aclamadas por los ostentadores del poder actual. Por la insensibilidad extrema que es capaz de precipitar el hambre, reprimir con mixtura de gases y brutales coreografías policiales, desactivar el estado y dejar sin alimentos, medicamentos, salud y educación a la misma pobreza que va creando, disponer como variable principal del ajuste a la vejez detonada que ya no les sirve para ningún desfile, permitir que niños y adolescentes a los 14 dejen la escuela y sean captados por los transas para una vida más rentable. Que acabará en pocos años con la bala por la espalda en defensa propia de la policía o la cárcel que fabrica delincuentes con una eficiencia pavorosa.
Veintisiete millones de personas. Un retroceso de años en apenas dos meses. Una escalofriante destreza para la destrucción.
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