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Por Claudia Rafael
(APe).- Vanesa es frágil. Vanesa no es frágil. Vanesa tiene certezas. Habla claro. Con firmeza pero sin levantar la voz. Excepto cuando trasunta la rabia. En que su rostro se transforma. En que levanta el puño y alza la voz. Y ahí, para los crueles, es de temer. Vanesa tuvo que ser juntada en pedacitos más de una vez. Vanesa no quiere ser centro ni estrella. Sólo quiere ser colectivo que se sostiene en el tiempo. Vanesa es la entereza que tuvo que constituir a su mamá, Mónica Alegre, en aquellos tiempos en que Mónica era un cuerpo en ruinas, una palabra que no se pronunciaba, un dolor que se desnudaba en el llanto, en el silencio, en la mueca, en la silla desde la que costaba hacer pie.
Vanesa dice y repite a APe, sentada en la plaza en la que alguna vez su hermano pateó pelota e hizo picados: “acá no hay estrellas. No hay figuritas. Es lo mismo que hable yo o que hable cualquiera”. Y deja al desnudo esa concepción de horizontalidad que abraza y que defiende como bandera. Porque Vanesa Orieta, frágil, fuerte, vulnerable, potente es una entre miles y miles. Es una voz de las que emergen desde las texturas más trágicas del dolor social.
Siente que no hay azar en el número 17. Ni en el mes de octubre. Un número y un mes que no simbolizan lealtades ni soles que brillan desde la esperanza sino apenas la cima de la crueldad. Un 17 de octubre de tres años atrás se patentizaba la perversidad con el hallazgo del cuerpo de Luciano Arruga, enterrado como un nadie en el cementerio de la Chacarita después de forzarlo a cruzar la General Paz desarrapadamente vulnerado. Después de cinco años y medio de desaparición. Y un 17 de octubre de 2017 apareció el cuerpo de Santiago Maldonado después de dos meses y medio de ausencia forzada.
Vanesa no fue la misma desde aquel 2009 en que la policía de Lomas del Mirador se llevó a su hermano, ícono de la dignidad que dijo no. Desde ese lugar de dignidad incuestionable que es aquel en que todo se puede perder. Hasta la vida misma. Hasta el respiro.
“No es casualidad que Santiago haya aparecido ese día. Porque son unos perversos. Son unos hijos de yuta. Desaparecen y aparecen a las personas cuando quieren, cuando lo necesitan, midiendo el síntoma social y la repercusión y los descalabros que pueden ocasionar a cada uno de los gobiernos. Perversidad es la palabra que siempre aparece. No tenemos otra definición. Y la realidad es que también somos seres humanos a los que nos cuesta medir el grado de violencia que puede emanar de esta gente. Hay un momento en que ya no podemos pensar hasta dónde pueden llegar con su herramienta y su esquema de violencia”, analizó Vanesa Orieta en diálogo con APe.
La voz de Vanesa se pierde entre los gritos de los pibes corriendo detrás de una pelota, a pocos metros de la casa en la que su hermano vivía, en el barrio 12 de Octubre, de Lomas del Mirador. Soñándose Messi ellos corretean mientras se escuchan los pájaros de una tarde fresca y soleada. Como Luciano se soñó Francescoli.
Luciano creció rondando esa plaza. Saludando a los vecinos de la cuadra que abarca a un barrio entero. Entre la cumbia que sale de las ventanas y los autos desvencijados medio subidos a la vereda. Entre las piletas de lona puestas sobre el pasto a centímetros del asfalto para que los críos se refresquen en los días de agobio. Luciano creció con la policía respirándole en la nuca. Para que sea su brazo chorro. Mientras él temblaba de miedo. Ahí entre las casuchas endebles matanceras.
“Nuestros barrios están abandonados. En estos barrios cuesta mucho lograr la concientización para entender la violencia que se sufre y salir a denunciarla. Nuestros pibes, muchas veces, naturalizan la violencia que sufren y se conforman con que fue sólo una cachetada y pudieron salir con vida de la comisaría o del patrullero. O de la detención que los tuvo un tanto demorados contra las paredes del barrio. Se necesita de muchas cabezas, de mucha solidaridad, de un fuerte compromiso que se mantenga muchos años, no de venir un instante, quince días, un mes a hacer un trabajo militante y después irse del barrio sin haber logrado una relación con el joven, con la joven, con el niño, con la niña, con el vecino, con la vecina”, piensa y va a la médula.
Ella sabe cuál es el secreto más valioso de la lucha que tiene horizonte: es para siempre. Es un proyecto de vida, una historia construida en colectivo. “Los que trabajamos en barrios sabemos que el trabajo tiene que ser extendido en el tiempo, que cuesta que se genere una relación de confianza y, por lo tanto, es el tiempo lo que nos da esa posibilidad que, a la vez, es la que nos permite discutir gran parte de las problemáticas que se viven en los barrios. Seguramente, esto es una de las cuestiones que más complejiza el tomar conciencia dentro de los barrios de lo que se sufre. Porque cuando vos estás con la soga al cuello, cuando no tenés guita para llegar a fin de mes, cuando tu pibe está con un problema de adicción, cuando tu hija sufre la violencia porque tiene una pareja violenta o porque la están acosando redes de trata, cuando tenés un pibe enfermo y no lo podés llevar al hospital o lo llevás y no hay insumos ni hay médicos… bueno, todas esas problemáticas que son las que sufre día a día la gente de nuestros barrios hace que sea muy difícil organizarse y luchar. Se necesita de mucha solidaridad para salir adelante y para desnaturalizar la violencia que se vive dentro de los barrios. No tenemos que olvidarnos de que muchas veces es la gente de nuestros barrios la que termina pidiendo esa policía que es la que termina manejando y controlando los grandes delitos y eliminando a gran parte de los jóvenes”.
El relato es una pintura de la condición humana. Pero es, a la vez, la crónica final de Luciano. Como lo es, en otro contexto, en otra geografía, con otros condimentos, la de Santiago. Hermanados en destino.
Un año antes de la desaparición de Luciano, “un grupo de vecinos de una zona residencial, nucleados en un foro de seguridad, fueron los que con una mirada muy violenta instalaron un destacamento de forma estratégica para controlar los barrios humildes. Y esa policía trajo a la gente de nuestros barrios terror y muerte. Significó la imposibilidad de que sus hijos jugaran felices, libres, en una plaza como ésta, hermosa. Y para la vida de Luciano implicó mucho miedo, mucho terror y, sobre todo, después de esa negativa de salir a robar para esos policías”.
Ocho años después, en medio de las luchas de los pueblos del origen por la tierra, entre los Benetton y los Nocetti diagramando represalias, Santiago “simboliza por sobre todo la valentía y la solidaridad. Porque es muy difícil acompañar a un pueblo que viene sufriendo la violencia constante de los diferentes gobiernos constitucionales, ante una mirada muy pasiva de la mayoría de nuestro pueblo. En un lugar que no es la capital federal. Hablamos de tierras y kilómetros de tierras, donde no vamos a ver una cara humana, sólo marrón y verde de las montañas y de los árboles. Y este pibe fue a ese lugar sabiendo que había una complejidad, que se estaba pidiendo por la libertad del lonko Facundo Jones Huala, un hermano que viene siendo criminalizado”.
Luciano –gritaba Mónica en la cara de los policías aquel último día de enero de 2009- “es morochito, alto, 1.73, flaquito, estaba con remera blanca y azul de Argentina, pantalones grises, zapatillas azules”. Pobre. Desarrapado. Que cartoneaba. Que jugaba a la pelota en el potrero y dormía en una casa sin baño. Que se jugó la vida por decir la palabra más corta y contundente: no.
Santiago era alto, de cabellos castaños, ojos claros, rastas y sueños libertarios. Que se jugó por los perseguidos que luchan por su tierra que simboliza la pelea pertinaz contra un modelo extractivista que destruye la vida.
Tan distintos los dos. Tan iguales sus destinos.
Fotos de Vanesa Orieta: Claudia Rafael
Edición: 3470
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