Ursula

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Por Claudia Rafael

(APe).- “Me pegó siete meses hasta que me vi muerta”, le escribió Ursula Bahillo, de 18 años, a su amiga por whatsapp unos días antes. Su premonición –avalada por infinitas violencias- se cumplió este lunes, cuando el policía Matías Martínez, de 25 años, la asesinó a puñaladas. El infierno incendió la vida y destrozó el futuro en el instante en que un femicida más puso final a la vida de una piba de Rojas, en el noreste bonaerense. Un pueblo de 24.000 habitantes donde todos saben, todos ven, todos escuchan, pero donde el Estado no sabe, el Estado no ve, el Estado no escucha.

Ursula Bahillo tenía una perimetral y unas horas antes del femicidio le debían entregar un botón antipánico. Herramientas legales que no logran frenar lo irrefrenable. Las puñaladas de un policía que ya cargaba con denuncias, que tenía meses de licencia psiquiátrica, que era portador legal de la violencia institucional por determinación del Estado esquivaron los documentos oficiales y le asestaron la muerte.

La pueblada en Rojas desentrañó la rabia. Desató fuegos. Incineró patrulleros. Gritó. Entremezcló dolores. Bramó furias viejas y recientes. Vociferó el nombre de Ursula y clamó justicia. Abucheó el de Matías Martínez y el de cada uno de los que lo cubrieron. El de quienes, desde la comisaría de la mujer, dijeron a los padres que “no nos tomaban la denuncia porque era fin de semana”. Y el Estado –responsable de otorgar a Matías Martínez el uso legal de la violencia- salió a la calle, con su propia furia, a reprimir. Sus brazos armados, dispararon balazos de goma que estallaron directamente en la cara de una de las amigas de Ursula. 

Ursula tenía 18 años. La frescura de la vida que asoma. Con un mañana que le señalaba infinitos caminos por llegar. Con el futuro entre los dedos para construir la historia entera y revolucionar las hormonas, los amores, los sueños. Pero con el miedo plantado en la garganta. Porque alguien que dijo amarla y a quien tal vez ella sintió amar se fue transformando poco a poco en el portador de los terrores. Alguien a quien el Estado le otorgó el sacramento de la portación legal de la violencia.

Y en la conciencia de Ursula fueron asomando otros rostros. De pibas como ella. De 18 pero también más niñas. De 18 pero también más adultas. Asoladas por un ejército de infiernos que las tomó como botín de su crueldad. Propiedad privada para su ceremonia macabra de ejercer el poder hasta sangrar. De convertirse en el dueño de la vida y de la muerte.

Ursula lo supo y creyó que pronunciarlo la salvaría. Intuyó que quizás se trataba de otra cosa. De construir humanidad desde otro lado. Sin los crueles esperando a la vuelta de la esquina. Con la violencia estructural acechando a quien se distraiga. Por puro instinto de poder.

Edición: 4161

 


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