Una bolsa, un fierrito y un palo de escoba

|

Por Miguel Angel Muñoz (*)

(APe).- A las cinco de la mañana comenzaba la pelea cotidiana por la supervivencia.

Ramón Pascual Acuña, había nacido hace 34 años en la isla Cerrito, Departamento de la ciudad de Corrientes. Su parto lo asistió una matrona y curandera, esas de las que saben de yuyos y otras yerbas, una vecina a la que llamaban Doña Tecla.

Como todas las mañanas se levanta a las cinco tratando de no hacer ruido para que la Juana y sus cuatros chiquitos sigan durmiendo. Ese tercer viernes de cuaresma después de cenar, un plato de caldo lavado con pocos fideos y un trozo de pan, decidieron juntos que el Antonio, el mayor de los cuatro hijos, con apenas 8 años cumplidos en el verano, en el mes de enero, está listo para acompañarlo.

Ramón siempre dice: «soy un privilegiado» porque el trabajo está a menos de 10 diez cuadras de la puerta de su casa. Con una mueca socarrona en su boca e inclinando la cabeza siempre para el mismo lado expresa: «Pasando la subidita hacia la ruta, después del terraplén de tosca, ahicito, cerquita, queda mi changa».

La mañana del sábado caminan juntos cortando camino, ladeando la laguna. Ramón le enseñaba dónde pisar para no mojarse los pies con agua: «Cuando el pasto esté alto, no pises, te mojas las patas y las llantas te quedan húmedas todo el día». Como siempre pasan a buscar a su compadre: el Negro Tito que vive a cien metros pegado a la orilla. Paisano correntino, pescador como la mayoría de sus abuelos, padres, hermanos, primos, tíos y antiguos vecinos de su isla en donde la vida los puso para parir con esfuerzo sus infancias y adolescencias.

Escapando de las insistentes y cansadoras inundaciones que sufrían en la isla, hace 15 años decidieron trasladarse a Buenos Aires, a la ciudad, la que le prometía una canilla con agua clara en la esquina de su casa, luz eléctrica, una escuela cerca para sus hijos, una salita sanitaria. Llegaron al Gran Sur de la Ciudad de Buenos Aires, al Gran Norte de la localidad de Quilmes y ahí se instalaron: en el pequeño barrio La Cava de Villa Itatí.

Ya instalado en el conurbano bonaerense, y aunque le faltaban algunos dientes, se las ingenió para conquistar a su hermosa “petisa feliz” ” como la llamaba a la Juana. Hija de Doña Séfora, paraguaya y devota de la Virgencita de Caacupé a quien no le hace faltar diariamente una velita celeste prendida. La “petisa feliz” era hermosa, inquieta y a la vez sencilla, corajuda, mujer de barrio, criada en el barrio, nacida en el barrio. Cuando puede da una mano en el comedor comunitario que queda en la bajada de la calle Chaco y donde sus hijos reciben solidariamente un plato de comida diario.

Esa mañana, padre e hijo, deben competir una vez más en su lugar de trabajo para ganarse el sustento. Lleva ventaja porque lo acompaña su primogénito, el Tony como lo llaman familiarmente. Una bolsa grande, de esas que suelen contener piedras o arena, encontrada en alguna obra de construcción del lindante Barrio Don Bosco, y un fierrito maleable eran sus herramientas. Para la ocasión, la noche anterior, le sacó punta a un palo de escoba para dárselo al Antonio.

Al Tony le costó despertarse esa mañana, tomaron rápidamente el cocido con algo de torta frita sobrante del día anterior, hecha por la Juana. Emprendieron el camino y salieron de su casa recorriendo, cabizbajos y con los ojos lagañosos, los 800 metros que separan el ranchito del lugar de trabajo. Contento y resignado el Ramón mira de costado a su hijo, como esperando una respuesta de aceptación. Feliz de pasar más tiempo con su hijo, triste y embroncado porque es consciente de que a los ocho años necesita dejarle esa responsabilidad para sobrevivir.

Estuvieron trabajando sin parar. Antonio mezclaba la tarea con intervalos de juegos acorde con su edad, algunas cosas que encontraba lo invitaban a imaginarse quizás que es un pirata o tal vez un astronauta. Con la sobra de un ventilador se arma un volante, corre e imita la sirena de los bomberos.

Como quienes terminan de comer un asado y juntan los huesos pelados de sobra para los perros, por las madrugadas de los días hábiles, se encaraman camiones de diversas empresas con productos de alimentos vencidos que los arrojan desde arriba del Acceso Sudeste a la zona más deprimida del barrio La Cava. Allí van los más pobres, los que no acceden a un caballo y un carro, los últimos, los que solamente consiguieron una bolsa de algún obraje olvidada y un fierrito.

A media mañana Ramón empezó a tener algo de fiebre, pero no pudo darse el gusto de pedir licencia médica, ni de parar. No existe ese derecho en este trabajo. Cerca de las 14 cansado, deshidratado, sudoroso, tosiendo y salivando, cae de rodillas en medio de la quema. Sus competidores lo ven vencido, las ratas celebran porque el Ramón Pascual Acuña bajó la guardia, y el Antonio es un inexperto, recién comienza.

Un hilo de sangre y flema recorre la comisura de su boca llegando de a poco a la barbilla. Así como se comportaba su antiguo Río Paraná de la infancia, sin pedir permiso para arrasar con la Isla, se iba inundando su perilla. Ramón queda tirado, boca abajo, exhausto, sin poder siquiera pedir ayuda en medio de la basura por más de media hora hasta que su hijo encuentra al Negro Tito, su padrino. Trastabillando lo llevan a la casa, Antonio llora sin saber qué pasa. Ni la fortaleza del pirata, ni la audacia del astronauta, ni la valentía del bombero le sirven, llora sin saber qué está pasando.

Juana ya había notado algunas ropas manchadas de sangre, Ramón siempre le dijo que se lastima en el trabajo revolviendo basura: «Cuando le revoleo el fierro a las ratas, a veces me lastimo». Siempre le creyó y sólo había un motivo que la hizo caer de golpe en razones. Recordando se dio cuenta que su esposo solía toser mucho.

Entre tres vecinos lo cargan y lo llevan a lo de Beatriz, la médica de la salita, la misma que Ramón reconstruyó junto a muchos vecinos en la esquina de la canchita. Esa canchita en donde Juana todos los viernes, lleva a sus chicos para que liberen sus fantasías y se diviertan en los pocos juegos raídos que quedan. La doctora lo sube a la ambulancia con una orden de internación en dónde se lee con esa letra ininteligible que tienen: «Tratamiento e Internación Urgente». De tanta fiebre Ramón llega inconsciente a la calle Matienzo en donde está el Hospital de Quilmes.Al otro día Antonio había dormido muy poco y se levantó a las cinco con todas sus ganas, esta vez sin lagañas; quiso ir al hospital con su madre y sus hermanos para ver a su papá. Salió de la casa, recorrió los primeros cien metros. Su padrino lo agarró de una mano para que, sin mojarse las patas como aprendió, fuera a competir por su sustento y el de sus hermanos.

Recibió una herencia que marcará sus días de ahora en más: las cinco de la mañana, no tener miedo y lidiar contra las ratas, revolver en la quema, ya sin tiempo de ser pirata, astronauta o bombero. Lo más importante es que la realidad laboral lo ascendió en un día: no lleva un palo de escoba puntiagudo, ahora carga con una bolsa y un fierrito maleable.

(*) El autor recibió una mención especial en el Concurso de Crónicas de Infancia Alberto Morlachetti.

Edición: 3171

 

 

 

 

 

 


Suscribite

Suscribite al boletín semanal de la Agencia.

Sobre la fundación

Fundación Pelota de Trapo nació hace décadas para abrigar de las múltiples intemperies a niñas y niños atravesados por diferentes historias de vulnerabilidad social.

Sobre la agencia

Agencia Pelota de Trapo instala su palabra en una sociedad asimétrica, inequitativa, que dejó atrás a la mayoría de nuestros niños y donde los derechos inalienables de la persona humana solo se cumplen para unos pocos elegidos por la suerte