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Por Alberto Morlachetti (*)
(APe).- La condena a los niños y niñas pobres por carencias de bienes genéticos fundamentales o por no haber aceptado resignadamente las consecuencias de sus destinos por socialización, es el camino más corto entre la imposibilidad de tolerar la situación y la imposibilidad de transformarla.
Los chicos no tienen tiempo de llorar amores perdidos, todo anochecer es un funeral de sueños. Los pibes se atreven a irrumpir en urbanizaciones que no son las suyas. Desplazados de barrios donde nadie registra sus pisadas, se domicilian en otras esquinas y a puro balde y trapo se paran delante de los parabrisas para apurar el brillo, para ganarse una moneda de las chiquitas, de ésas que no pesan nada en el bolsillo ni en el alma.
La totalidad de abandonos y hambrunas previas -productoras de consecuencias esperables- no detiene a los gobernantes que tratan de prohibir, denigrar, reprimir los “desechos urbanos” que “ofenden la mirada colectiva”, pero el mar de la pobreza no sabe de orillas y desborda las calles con sus aguas azules: los pibes no saben de ordenanzas y seguirán despertando la ira en las ochavas.
Los puñetazos contra los niños abren una llaga incurable en la memoria. Algo sucede en alguna parte de la sociedad argentina con la que no podemos reconciliarnos. Ninguno de nosotros puede hacerlo.
Cada familia, o lo que queda de ella, encuentra siempre un muerto injusto en su memoria, un desalojo, un hambre insostenible, un infinito de penas. Y los que son arrojados de los intercambios sociales -cansados de coser horizontes de cartón- comprueban que las calles son surcos dejados por otras tristezas.
Trece millones de pobres hay en nuestro país según los últimos números.
La escuela subraya su carácter colonial de imponer un modelo de verdad y de belleza -una forma única de ser hombre o mujer- una forma unilateral de transmitir los valores, como si esa pedagogía que impone el capitalismo en serio estuviese inscripta en el corazón de las pizarras.
La mitad de los pobres son niños o ancianos que caminan por las calles como siluetas difusas o “desdibujadas humanidades” que desfallecen de miseria. Miradas que ante la derrota se aferran -en la oscuridad- a un instante puro de su vida. Se trata de personas que sobreviven soñando aromas de pan antiguo, risas de viejos amigos que se mezclan con los ladridos de los perros y caricias bellísimas en medio de la desesperación.
Los gobernantes tratan de reprimir a los pibes que “ofenden la mirada colectiva”, pero el mar de la pobreza no sabe de orillas y desborda las calles con sus aguas oscuras: los pibes y pibas no saben de leyes ni ordenanzas, no tienen tiempo de llorar amores perdidos. Todo anochecer es un funeral de sueños.
(*) Esta nota quedó olvidada en la computadora de Alberto. Inconclusa, no tuvo fuerzas para delinear una frase final. De principios de 2014, la nota es tan vigente como su pensamiento y su utopía.
Edición: 3284
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Agencia Pelota de Trapo instala su palabra en una sociedad asimétrica, inequitativa, que dejó atrás a la mayoría de nuestros niños y donde los derechos inalienables de la persona humana solo se cumplen para unos pocos elegidos por la suerte