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Derrumbe en la villa 31 e incendio en Villa Ortúzar
El derrumbe “por error” en una villa porteña y el incendio voraz que destrozó las viviendas de varias familias en Villa Ortúzar son la radiografía de la precariedad. El abanico de opciones que corroen la vida son hijas e hijos de un Estado que prohija la intemperie.
Por Claudia Rafael
(APe).- “Acá se viene un espacio público para todo el barrio”, se lee en el cartel amarillo adosado a una de las patas del puente multicolor que soporta el paso veloz de casi 100.000 autos a diario. Bajo ese puente y a un lado y otro crecen como hongos varias decenas de miles de hombres, mujeres y niñeces que fatigan cotidianamente un mundo de hostilidades. Es bajo la autopista Illia, con su armazón para salir y su armazón para entrar a la tercera ciudad más poblada de América Latina (después de San Pablo y México DF), en donde malviven varias familias entre colchones sobre el asfalto, mesas improvisadas por cajones de verdura, sillas precarias y –sobre todo- la solidaridad de sus pares. Un simple error de cálculo de la empresa constructora Villarex S.A. –contratada por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para demoler dos viviendas- provocó un derrumbe y, por efecto, un incendio de las casas de 25 familias.
A 10 kilómetros de allí, en el corazón de Villa Ortúzar, un precario edificio en el que vivía una veintena de familias fue completamente destruido por el fuego y una mujer de 72 años murió en el incendio. Un espacio en el que funcionaba, en planta baja, el comedor comunitario “Manos a la obra”. Las familias quedaron durmiendo en la plaza de los alrededores. Y también allí, sobreviviendo por la solidaridad de sus vecinos.
Una y otra historia constituyen una fotografía cruenta de la precariedad. Como un manojo de días atrás lo fue la muerte de cuatro hermanitos en El Jagüel, pleno conurbano sur de Buenos Aires.
Un cortocircuito, un derrumbe provocado “por error” a viviendas que se desmoronan en un dominó trágico, un techo que no resiste a los embates de la inestabilidad. El abanico de opciones que corroen la vida son hijas e hijos de un Estado que prohija la intemperie. Y que, ante el horror y el crimen del hambre, de la destrucción de la condición humana, de la pauperización y la indigencia extremas, ofrece apenas una curita. En estos casos puntuales, esa curita podrá ser un lugar temporal en los paradores, el pago de un alquiler en un hotelito del que –tarde o temprano serán desalojados-, el préstamo de un sitio en el que hospedarse con la promesa (a largo plazo) de reparación de las viviendas derruidas o incendiadas. ¿Qué hubiera pasado si el error de Villarex S.A. hubiera afectado (ni siquiera destruido, sino apenas afectado) a un piso o una casa a pocas cuadras de la Villa 31, en el paquete barrio de Recoleta? ¿Cuál hubiera sido la reacción del gobierno porteño? Tal vez, es factible imaginar, hubiera significado el puesto a más de un funcionario.
Esta vez y en estos días se trata del gobierno porteño. Pero la amplitud de responsables estatales atraviesa distritos y no hace excepciones en los colores políticos. Habrá mayores o menores cuotas de sensibilidad pero hay un sistema de fondo, perverso, cruel, que nadie se atreve o desea demoler.
Pero hay además causas más profundas que se hermanan con la desigualdad y la obscena brecha entre ricos y pobres. Hace apenas unos días la ONG Oxfam publicó que “el 1 % más rico acumuló casi el doble de riqueza que el resto de la población mundial en los últimos dos años”.
Esa inequidad honda, hija de un capitalismo que asomó hace ya varios siglos pero que se expandió despiadadamente hace apenas un par, tiene hoy uno de sus íconos en la urbanización en alza. Por primera vez en la historia, desde 2007, dice la socióloga Mercedes Di Virgilio, el mundo es mayoritariamente urbano. Y plantea que más del 80% de la población latinoamericana vive en ciudades y, para 2040, “esta cifra treparía a casi el 85%”. Pero el continente, para llegar a ese promedio oscila claramente en sus porcentajes. Y, puntualmente, Argentina y Uruguay llegan al 90% de urbanización. Di Virgilio escribe que “casi dos de los tres millones de familias que se forman cada año en ciudades latinoamericanas se ven obligadas a instalarse en viviendas informales a causa de una oferta insuficiente de viviendas adecuadas y asequibles”.
Ese modo de vida se fue profundizando en las últimas décadas con la expulsión de familias enteras de sus provincias. El avance del modelo extractivista –con la expansión de la frontera agropecuaria- generó la migración a los conurbanos de las grandes ciudades en busca de un trabajo, de unas cuantas changas, de unas paredes y un techo en los que cobijarse. Y ese empleo no aparece, les es esquivo. Y esa casita se parece poco al sueño eterno y carece de servicios básicos, la humedad es una realidad cotidiana que se mete en los pulmones, las lluvias están hermanadas indefectiblemente a la inundación, las cloacas son apenas una palabra.
Es demasiado lo que hay por demoler y derruir y no es precisamente la casita frágil y precaria de los anónimos que pelean contra viento y marea por sobrevivir. Hay una esperanza que reconstruir empezando desde las cenizas esparcidas por las calles olvidadas. Por esas mismas calles donde hoy siguen sobreviviendo en la más abrumadora intemperie las familias a las que les arrebataron sus casas por un “error” empresarial o aquellas otras que vieron diluirse sus viviendas bajo el fuego.
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