Tristezas del Riachuelo

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Por Oscar Taffetani

(APE).- El lugar donde fue fundada la primera Buenos Aires sigue siendo materia de discusión entre historiadores. Los más cómodos y prudentes dicen que Pedro de Mendoza hizo plantar el rollo de la justicia (especie de tronco fundacional que suele verse en los grabados) en lo alto de esa barranca hoy conocida como Parque Lezama, con vista a la Boca del Riachuelo.

 

Para Alfonso Corso, la crónica histórica del navegante Ulrico Schmidl no deja lugar a dudas: “Mendoza estableció el Real a la par de un río pequeño que entra en el río grande”.

Ese río pequeño sería el arroyo Morales, afluente del Matanzas y del Riachuelo. Según el historiador bonaerense, la primera Buenos Aires habría sido fundada en terrenos del actual Cinturón Ecológico, partido de La Matanza.

Por último, está la opinión de José María Rosa, quien apoyándose en la crónica de Ruy Díaz de Guzmán sostuvo que la primera Buenos Aires (que no era una ciudad, sino un fuerte) fue fundada sobre la ribera sur del Plata, junto al llamado Riachuelo de los Navíos, cuyo brazo izquierdo tenía calado suficiente para permitir la entrada de carabelas, bergantines y bateles.

Precisiones aparte, nadie pone en duda que el oscuro curso de agua llamado Riachuelo, unido con el Plata a la altura del paralelo 34 S y el meridiano 58 al Oeste de Greenwich, ha sido mudo testigo, a lo largo de cinco siglos, de esta historia de libertades y exilios, alumbramientos y depredaciones, llamada Buenos Aires.

Aguas de plomo

En los tiempos en que Rosas detentaba la suma del poder público (los superpoderes del siglo XIX), el Riachuelo era la vía de escape casi obligada de los disidentes, mordisqueados por los perros de la Mazorca.

Canoeros y prácticos xeneizes (genoveses) y también napolitanos, asentados en la Boca, conocían ríos y riachos como la palma de su mano y sabían cómo conducir sigilosamente a los perseguidos hasta la otra orilla.

En aquella época el Riachuelo, lo mismo que el Conchitas (hoy Matanzas) que desveló a Hudson, tenían aguas limpias. Allí lavaban la ropa, pescaban y se bañaban los primitivos bonaerenses.

Luego, cuando la pujante generación del 80 llenó la Boca de conventillos y casas de inquilinato (ya que los inmigrantes podían ser braceros, peones de campo u obreros industriales, pero nunca propietarios), entonces los dos brazos del Riachuelo comenzaron a sentir el impacto de la superpoblación, puesto que servían como vaciadero y cloaca a cielo abierto de la ciudad.

Hasta allí, una historia conocida, que emparienta nuestro Riachuelo con el Mapocho santiaguino, el Hudson neoyorquino, el Támesis, el Sena y otros tantos ríos que sin ser sagrados -como el Ganges- han llevado por siglos en sus aguas los restos y vestigios de distintas colmenas humanas.

Pero en algún momento, sin duda relacionado con el desarrollo industrial y con la falta de cuidado del medio ambiente, comenzaron a llegar a nuestro Riachuelo, inadvertidamente, otra clase de huéspedes, sigilosos y mortales: los residuos químicos no degradables; y los metales.

“Acero y piel / combinación tan cruel” dice un verso de Sting dedicado a la guerra, que bien podría llevarse a pasear por otros escenarios.

En un completo informe preparado por Jackeline Lorena Luisi, presidenta del Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”, de la provincia de Buenos Aires, se consigna que hacia 1990 eran 568 las industrias que arrojaban sus residuos a las aguas de la cuenca Riachuelo-Matanzas, sin contar las 94 que contaminaban indirectamente, por filtraciones del suelo.

La basura arrojada se repartía del siguiente modo: 30,6% las cárnicas y lácteas; 23,2 las químicas, farmacéuticas y petroquímicas; 19,2 otras alimenticias y de bebidas sin alcohol; 9,5 las metalúrgicas; 9,2 las papeleras y textiles; 2,9 las curtiembres y 1,4 las de bebidas alcohólicas. El resto correspondía a establecimientos que producían contaminación indirecta.

A pesar de los esfuerzos del poder naval en tiempos del ex todopoderoso almirante Massera por levantar los barcos hundidos y venderlos como chatarra, hoy el río recibe al año 8.500 toneladas de hierro y metales de desguaces de todo tipo, los que han ido creando una mortífera cama de desechos que alcanza en algunos puntos los 7 metros de profundidad.

A pesar de los esfuerzos de la ex todopoderosa Secretaria de Medio Ambiente María Julia Alsogaray, quedan entre Puente de la Noria y La Boca cuatro millones de metros cúbicos de barro contaminado con desperdicios orgánicos, nunca removidos en 200 años.

Y a pesar de los esfuerzos del gobierno de la Capital Federal, del de la provincia de Buenos Aires (que dispuso por una década del cuantioso Fondo de Reparación Histórica del Conurbano, además de los créditos del Banco Mundial destinados a limpiar la cuenca), así como de los esfuerzos de los municipios de Avellaneda, Lanús, Lomas de Zamora, Almirante Brown, San Vicente, Esteban Echeverría, Cañuelas, General Las Heras, La Matanza, Merlo y Marcos Paz, todos con intereses en la misma cuenca hídrica, el río recibe a diario 375 mil metros cúbicos de efluentes cloacales y aguas servidas, sin contar 125 mil metros cúbicos de efluentes industriales canalizados por las cloacas o por los desagües pluviales.

Según estudios ambientales -manejados de un modo efectista por algún candidato a Presidente- el nivel de contaminación del Riachuelo es hoy 4.000 veces superior al que tendría el río Uruguay si comenzaran a funcionar las pasteras de Fray Bentos. Y las concentraciones de zinc, de plomo y de cobre son cincuenta veces superiores a las permitidas por la legislación y a las prescriptas por los organismos internacionales.

En el principio hay un niño

Pero si queremos apreciar la magnitud del desastre ambiental producido, pese a los esfuerzos de varias generaciones de funcionarios, en la cuenca del Riachuelo Matanzas, debemos buscar otro tipo de estadísticas.

Y recordar, por ejemplo (véase nuestra nota “Al sur de los pingüinos”) que los barrios porteños de La Boca, Barracas y Villa Lugano -cara oculta de la Reina del Plata- tienen dos veces la tasa de mortalidad infantil del resto de la ciudad.

“La absorción del plomo tiende a aumentar -dice el informe que citamos al comienzo- cuando hay ausencia de calcio, hierro, potasio y zinc”. Esto quiere decir que los chicos desnutridos son más propensos a asimilar en su organismo metales que les traerán daños neurológicos irreversibles.

“Retardo en el crecimiento, disminución de la inteligencia, retraso en el desarrollo motor, deterioro de la memoria, problemas de audición y equilibrio...”

Podríamos describir al detalle los cuadros del saturnismo hídrico, la meningo-encefalitis, la hepatitis, la tuberculosis, la neumonía, la hidatidosis, las diarreas, la tos ferina, la escarlatina, el Chagas y un interminable rosario de enfermedades causadas por la contaminación, por el hambre o por la contaminación y el hambre, dos jinetes que cabalgan juntos en el Apocalipsis moderno.

Pero no lo haremos. Creemos haber dicho lo suficiente. Apenas una pequeña parte de lo que tienen los legisladores en sus carpetas. Apenas una parte de lo que ven, escuchan y saben los intendentes y funcionarios.

¿De veras piensan ellos que se trata de un problema presupuestario?

¿Creen los honorables legisladores porteños, por ejemplo, que la discusión pasa por asignar 300 millones de pesos del presupuesto 2007 a esa “postergada y definitiva limpieza del Riachuelo”?

Los médicos y trabajadores de los hospitales, los maestros y trabajadores sociales, los militantes ambientales y todo ese voluntariado que tiene un contacto cotidiano con el dolor, con la miseria y con los estragos del abandono, sí saben de qué se está hablando. Por eso, los todopoderosos de turno los ignoran.

Hoy contamos y cantamos las tristezas de este Riachuelo.

Cantamos porque sabemos que el río, que el río y su gente, soportarán tanto inhumano castigo, y prevalecerán.

Ellos prevalecerán porque un día la Muerte, la todopoderosa Muerte -como escribió un gran poeta del país de las ballenas- ya no tendrá poder.

 


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