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Por Silvana Melo
Fotos: Karina Díaz
(APe).- Tres madres mínimas caminaron despacito hacia las sillas colocadas en la vecindad del monumento a Belgrano. Cuarenta y cinco años atrás pisaban las baldosas de la Plaza de Mayo por primera vez con una pregunta colgada de sus labios, que les quemaba el pecho. Querían saber dónde estaban sus hijos. Los asesinos eran inquilinos de la Casa Rosada. Disponían de un poder sin fisuras y habían escriturado la vida y la muerte de todos a su nombre. En esa tarde de sábado, 45 años después, las tres madres pequeñas, reducidas por el tiempo vivido, compitieron con otras marchas y otros recuerdos. Conservan jóvenes las memorias de sus hijos y niña la ansiedad por el nieto que no fue. O que sólo no está.
Los niños de este tiempo, atravesados por pobrezas y futuros inciertos, las saben en la escuela o a través de una respuesta de sus propias madres. No son próceres: viven aquí las que quedaron. Todas bordeando los cien años, jugando con la cercanía de la muerte. Sostenidas por los huesitos de sus hijos, que siguen esperando a la madre que los encuentre.
Elia Espen cumple 91 en julio. Vuelve a contar su historia una vez más ante un micrófono, horas antes del primer día de mayo. Tiene en su pecho, acompañando la foto de su hijo, un prendedor con cara de niño y la consigna “El hambre es un crimen”. Nora Cortiñas tiene 92. No hay desesperación ni reclamo de justicia donde ella no esté. Piensa en los niños que vendrán cuando su voz cascabelera exige que no se pague la deuda externa. Y se trae con ella, en una marcha enorme que se concentra entre sus brazos y su cabeza, a las madres del gatillo fácil, a las chicas asesinadas por los femicidas, a la vida rehén de una matriz productiva que mata.
Mirta Baravalle tiene 97 y es la única sobreviviente de aquella presencia fundacional en la plaza, el 30 de abril de 1977. Meses atrás se habían llevado a su hija embarazada y a su yerno. En un año se quedó dramáticamente sola. Aconsejó a sus otros hijos que se fueran del país. Y su marido murió el mismo día en que el fútbol mentía un mundial para los genocidas, el 25 de junio de 1978. Ella, que había soñado una casa llena de nietos.
Hoy piensa, en la fría tarde del 30 de abril de 2022, qué lucha abrazará Camila o Ernesto, aquella vida que su hija llevaba en la panza el día terrible. Una vida que hoy tendrá 45 años. Con hijos propios y acaso hasta nietos. Los ha buscado, los busca, los desespera y vuelve a su casa sola, de toda soledad.
Las tres madres mínimas rondaron en esa tarde fría. Con barbijos, bufandas, mañanitas y pañuelos. Blancos. Con los nombres de sus hijos grabados con hilo de coser. Bordados a mano. Marcados en la piel de un país que vuelve a naufragar, una vez más, y ellas pisan la misma plaza que hace 45 años ahora bordeando los cien. Con la esperanza desteñida. Pero en pie. Urgentemente en pie.
En medio de las dirigencias claudicantes, con la palabra buscando horadar el barullo barato de las disputas, con las piernas cansadas rondando otra vez y para siempre esa plaza de aquella lucha y de ésta, que también cuesta la vida. Con la memoria de sus hijos y sus nietos niños que son como estos niños presentes, con hambre de pan y de otros mundos, con el futuro mezquino, con el destino marcado que hay que torcer.
Ahí están las viejas. Las tres viejitas mínimas cargadas en las espaldas con el peso de la historia. Y con el presente feroz, de penuria e invierno, que les ajetrea las piernas y las pone a caminar. No se van a morir nunca. Jamás.
Edición: 4106
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