Sueño de libertad

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Por Oscar Taffetani

(APE).- Espartaco es un nombre de origen griego. Quiere decir “el que siembra”. Nadie recuerda el nombre de un esclavo tracio que fue llevado como gladiador al circo romano, en el 70 antes de Cristo. Pero todos saben que Espartaco es el nombre del líder de la más importante rebelión de esclavos que conoció el mundo antiguo.

 

Siglos después, al otro lado del Atlántico, otro esclavo llamado Breda (por la plantación en la que había nacido) acaudilló el primer grito emancipatorio de América. Breda propuso -tremenda osadía- que la consigna “Libertad, Igualdad, Fraternidad” echada a los cuatro vientos por la Revolución Francesa, valiera también... para los negros de Haití.

Hoy nadie recuerda a un esclavo haitiano llamado Breda. Pero sí recuerdan, la memoria popular y los diccionarios, a Toussaint Louverture (Louverture quiere decir, en créole, El Comienzo).

A diferencia de los linajes imperiales, de la “sangre azul” y los frondosos árboles genealógicos que suelen cultivar los dueños de la tierra, los esclavos no tienen otro abolengo que su sangre roja -siempre roja- ni otra herencia que los callos de sus manos y que su esperanza.

Son un presente perpetuo. Y un sueño, nunca abandonado, de libertad.

Los nuevos esclavos

Cuatro chicos, una mujer y un hombre -dicen los diarios- murieron el jueves 30 de marzo, en el incendio de un taller textil que funcionaba en el barrio de Caballito, Buenos Aires.

El jefe de Gobierno porteño, Jorge Telerman, alertado sobre “otro posible Cromañón”, llegó rápidamente al lugar. Allí le informaron que el taller incendiado contaba con la debida habilitación municipal. Y también, que en ese taller había “trabajo esclavo”.

Autoridades nacionales y municipales se lanzaron al conocido juego de las acusaciones mutuas, por las tareas incumplidas de un Estado ausente (o cómplice, digámoslo con propiedad) que permite que el trabajo inseguro, ilegal y en condiciones de esclavitud crezca hasta proporciones nunca vistas, en pleno siglo XXI.

Un diario argentino publicó, el pasado domingo, que habría en Buenos Aires unos 12 mil obreros textiles bolivianos y peruanos, trabajando en condiciones de esclavitud.

La Unión de Trabajadores Costureros, modesto sindicato de una más modesta cooperativa de trabajadores bolivianos, presentó más de cien denuncias sobre talleres ilegales, que hasta ahora no habían sido escuchadas. Ellos calculan que son tres mil los trabajadores sometidos a un régimen de esclavitud, sólo en la ciudad de Buenos Aires.

En cuanto al trágico incendio de Caballito, todavía no se han publicado los nombres de los cuatro niños muertos allí. Los medios evalúan, tal vez, que es un detalle que poco aporta al conocimiento de los hechos. Sí trascendió -por denuncia de su marido- el nombre de Máxima, una obrera boliviana que habría perecido, junto a sus dos hijos, al no poder salir del local.

Paradójicamente -pensamos- a la hora en que Máxima moría asfixiada en un taller-ratonera, donde su vida no valía más que una pila de jeans para cortar, otra Máxima, princesa de Holanda, se hallaba visitando, junto a la reina Beatriz, los palacios ministeriales argentinos.

Reina y Princesa daban clases de “moda real” (así dijeron los diarios) a ministros, funcionarios y admiradores.

La Máxima de “sangre azul”, probablemente, nunca se enteró de que otra Máxima, esclava, murió con sus hijos en el barrio de Caballito, un jueves de marzo del siglo XXI, sin poder alcanzar su esquivo sueño de libertad.


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