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Por Claudia Rafael
(APe).- Las niñeces son acuchilladas en una esquina cualquiera. Las mata el fuego, el agua maldita, la mutilación del odio, el olvido descarnado, las drogas que asfixian y eligen concienzudamente su destinatario. En menos de cuatro días, siete pibes fueron devorados por las garras de la crueldad. 4, 5, 8, 11 y 15 tenían los que atrapó el fuego entre las paredes flacas de una casucha superhabitada y asentada en el barrio Manuel Alberti, de Pilar. 12 años, apenas, contaba Diego Román, del barrio Mocoví de la santafesina Recreo cuando fue hallado desnudo, con los rastros de 30 puñaladas y signos de mutilación. Tan sólo 14 tenía Rubén Darío Mendoza, conocido como Apolo, cuando su cuerpo apareció flotando en las aguas del río Colastiné, también en Santa Fe. Los pies atados y huellas de un fuerte golpe en la cabeza.
Las infancias son atravesadas por el crimen del odio o por el homicidio abandónico del Estado, del mundo adulto, de las perversidades hondas.
¿Cómo serán escritos estos días cuando sólo las cenizas sean el recuerdo de un tiempo de descuidos y desamparos?
¿Cómo se relatarán los padeceres de los privilegiados que no son?
Que no cuentan.
¿De qué modo quedará registrado el abanico de las posibles maneras que elige la muerte para zigzaguearles las cotidianeidades hasta inocularles su veneno?
Para desangrarlos, incinerarlos, ahogarlos o despedazarlos.
¿Es ésa la determinación institucional y de la sociedad que opta por no mirar o atisbar a medias sobre los destinos del piberío? ¿Es acaso el destino forjado a base de eliminación? ¿De cercenamiento cruento? ¿Son crónicas anunciadas hasta todos los hartazgos?
¿Cómo se le dice a un nene, a una nena que no todas las vidas son iguales? ¿Que la equidad es una quimera escrita por magos mentirosos? Que hay quienes son capaces de desmembrar ciertas niñeces desde la convicción de que no hay tierra firme para ellas en el mañana. Y que hay adultos formateados en ritos de impiedad para que a cierta hora de cierto día o cierta noche se transformen en lobos feroces capaces de desvanecer el candor.
Siete niñas y niños de 4 a 15 años fueron enviados con los métodos múltiples de la solución final a los lager del fango de este presente aciago e implacable. En apenas cuatro días.
Entonces: ¿Cómo se escribe la palabra belleza en tiempos de barbarie? Cuando hay –como decía Primo Levi- un exterminio metódico e industrializado.
¿Cómo se cuenta el terror que cada uno de esos siete pibes respiró y soportó hasta que no hubo más aliento? Diego y Rubén ¿sintieron el miedo funesto de la soledad en el instante preciso en que supieron, cada uno por su lado, que ya no había salida ni túnel que los llevara hacia un mundo feliz? ¿Y los cinco chiquitos de Pilar? ¿Iban dejándose caer en la desesperación y el temor a medida que el fuego los acorralaba mientras la muerte se disfrazó de estufa que funcionaba mal? ¿Cuál de ellos cinco fue el último? ¿Quién el primero? ¿Cuál se supo perdido definitivamente cuando ya nadie más quedaba? ¿O no tuvieron tiempo para nada de eso?
La niñez no alcanzó a ser para cada uno de ellos siete el tiempo iniciático por excelencia. Fue un tiempo de no destino. Donde la palabra mañana no alcanzó a ser garabateada enteramente. Donde la muerte los colonizó porque sigue reinando desde los siglos de los siglos el paradigma de la crueldad que determina quién sí y quién no sin miramientos. Un paradigma parido por un pacto social destinado al sometimiento de los más vulnerables.
Esta vez fueron siete en cuatro días. Y para que alguna vez nazca definitivamente la primavera habrá que vestirse de acicalada rabia. Y –como escribió Ernesto- endurecerse sin perder jamás la ternura.
Edición: 3901
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