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Por Claudia Rafael
(APe).- Carla Céspedes sólo espera que “todo termine” para “volver a cumplir mis funciones”. Era policía federal al momento de disparar a Ariel Santos, por la espalda. Hoy es policía porteña. Con método similar al de Luis Chocobar, policía local de Avellaneda, cuando baleó también por detrás a Juan Pablo Kukoc. Con formato parecido al del gendarme Arsenio Narvai cuando mató a quienes intentaron asaltarlo. O al del cabo primero de Prefectura Naval Argentina e integrante del grupo Albatros, Francisco Javier Pintos, cuando disparó y asesinó por la espalda al militante mapuche Rafael Nahuel.
El viernes, Carla Céspedes fue absuelta. Tres días antes de la Navidad de 2016, asomó del supermercado del que escapaban dos hombres corriendo y disparó tres veces sobre la espalda de uno de ellos. Luego una cuarta vez cuando el hombre estaba sobre el asfalto y más tarde lanzó un quinto y último disparo con el que Ariel Santos –tal era su nombre- murió.
A cada uno de los victimarios –que para ella son víctimas-, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, recibió o recibirá. Con un elogio, un abrazo o una medalla. Todas variantes de un mismo posicionamiento ideológico en el que todo vale. En el que no hay límites para el brazo armado del Estado a la hora de actuar.
Del mismo modo que antes visitó en el hospital a los gendarmes que irrumpieron en una villa y balearon a pibes de una murga durante una persecución anunció a través de un twit que, la semana próxima, abrirá las puertas de su despacho para Céspedes y para Narvai.
En días en los que la misma ministra planteó a las claras: “el que quiera estar armado, que ande armado, el que no quiere que no ande armado. La Argentina es un país libre”. Un país de sherifs que patrullan su propia manzana, su propio barrio, su propia ciudad.
El abrazo caluroso a los ejecutores estatales que terminan con las vidas por la espalda –o en la nuca, como en el caso del niño tucumano Facundo Ferreira- o el vía libre a los buenos vecinos que quieran andar por la vida con un arma de fuego sigue construyendo pacientemente un enemigo interno sobre el que disparar.
Cada época va modelando su propio esquema securitario. Y hoy –del mismo modo en que ayer Ruckauf insistía con aquel famoso “meter bala a los delincuentes”- se va perfeccionando el sistema de más y más robocops en las calles.
Hay zonas del conurbano bonaerense en las que se va pincelando un paisaje cada vez más uniformado. En el que se mezclan impunemente policías de los más variados colores: la Local, la Bonaerense, la Federal. Hombres y mujeres de brazos tatuados que caminan como si nada de civil y huelen a control securitario. Uniformados que detienen colectivos (hace apenas unos días, por caso, la línea 85 que ingresaba desde capital a Lanús por el Puente Alsina era detenida y varios de sus pasajeros obligados a descender en un control de dni) para intimidar y recolectar datos.
Y la ministra que no sólo recibe y da muestras de aval a la típica película del far west que se va edificando en las calles sino que eleva sus índices de aprobación entre un público que aplaude la política de vigilar y castigar. Aunque mienta descaradamente, como en el caso Chocobar, diciendo que disparó mientras Pablo Kukoc atacaba a alguien cuando el pibe de La Boca estaba huyendo y el tiro mortal lo recibió por la espalda.
Son tiempos en los que se abona cuidadosamente al enemigo interno que crece y se agiganta. Que la solidaridad no es ya el gesto de caricia compañera sino que la mirada de sospecha y de rechazo se desenvuelve junto a un individualismo cada vez más peligroso y más feroz.
Edición:3743
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