Semáforo rojo

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Por Alberto Morlachetti

(APE).- La Osa Mayor traza líneas de cristal en el azul oscuro de tus ojos y dibuja un carro de líneas imprecisas que no lo mueven animales legendarios sino niños de papel: constelaciones en harapos que resplandecen en las esquinas bajo la tierna luz de las estrellas.

 

La insaciable codicia y el inmenso pánico de los mortales despierta el semáforo rojo y despliega un escenario de extraña belleza: los pibes de malabares lanzan al aire 3 o 4 pelotitas y algunos con destrezas mayores juegan con 5 esferas desangeladas que dibujan un círculo en movimiento en algún recodo del espacio mientras las manos pequeñas se mueven con el ritmo suave de las alas.

Nuestra sociedad experimenta “el enigma de su cohesión” y trata de conjurar el riesgo de su fractura. Los niños pobres son desdeñados y arrojados a las calles donde se trata de “atenuar esa presencia, hacerla discreta al punto de borrarla”.

Ya volverán esos pequeños desgarrados del cuerpo colectivo con la magia desesperada de su arte en la rutina infinita del semáforo a buscar algunas monedas de los automovilistas que contemplan con indiferencia la pobreza del mundo. Mientras los niños trazan pinceladas en las bocacalles, en la época de la miseria, con la obsesión de quienes sostienen en el recuerdo un universo perturbador que no dejará de existir si dejan de evocarlo.

Las esquinas de las ciudades llevan para siempre la rúbrica de sus nombres prohibidos.

 

 


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