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Por Carlos del Frade
(APE).- Todavía en las grandes ciudades se escucha aquello de pajueranos. Así se les llama a los que vienen del interior de la provincia o del país. Pibes que terminaron la escuela media y ensayan la continuidad de sus sueños en las facultades o trabajadores golondrinas que buscan el mango en las tantas actividades mal pagas que abundan en estos arrabales del mundo.
No viene de afuera.
Sino de bien adentro.
No deberían ser llamados pajueranos, sino más bien padentranos.
Pero el mapa está al revés. Porque la conciencia está educada para no ver hacia adentro salvo para criticar y menospreciar.
Viene desde los tiempos de Sarmiento.
Cuando escribió aquello de “civilización y barbarie”, fenomenal herramienta con la que nutrió a la oligarquía que en relaciones carnales con el imperio británico cantó loas a lo extranjero y despreció lo propio por décadas.
Sarmiento mintió a sabiendas. Bárbaro significa extranjero. Pero el sanjuanino en su ferocidad contra Rosas y los paisanos que lo seguían invirtió el significado y sentenció que todo lo que venía del interior era bárbaro.
De allí la mirada al revés, pajuerano en lugar de padentrano.
Pero una idea básica a la hora de discriminar y encubrir la concentración de riquezas en pocas manos y la multiplicación de pobres entre los que son más.
Lo civilizado lo que venía del exterior, especialmente desde Europa y Estados Unidos.
Lo bárbaro todo aquello relacionado a los paisanos que buscaban algún lugar bajo el sol.
La zoncera que parió todas las demás como diría don Arturo Jauretche.
En los años noventa se reinventaron las zonceras.
Se dijo que la desocupación es un flagelo que llegó para quedarse.
Flagelo remite al Antiguo Testamento, donde las ciudades de Sodoma y Gomorra son borradas de la faz de la Tierra por el flagelo de Jehová que castiga a sus habitantes y transforma en estatua de sal a la mujer de Lot.
La desocupación, entonces, fue un castigo divino. No tenía que ver con mantener la tasa de ganancia de las grandes firmas que despedían trabajadores para reducir el salario de los futuros laburantes y domesticar, de paso, a las nuevas generaciones.
Y cuando el argumento se cayó por su propio peso, se volvió a Sarmiento.
Y reaparecieron los sarmientudos.
El problema no es la política económica que se aplica en cada pedacito del país, sino el pueblo que sigue insistiendo en esa terca obstinación por vivir en lugar de resignarse a sobremorir con las migajas que se caen del banquete de los pocos.
Hace poco tiempo, el intendente de la maravillosa ciudad de Concordia, en la provincia de Entre Ríos, Juan Carlos Cresto, del Partido Justicialista, sostuvo que la “desocupación no es sinónimo de pobreza” y que el índice de los que no tienen trabajo se explica porque “es una ciudad que atrae gente de países y provincias vecinas como Corrientes, Misiones y algunas ciudades de Uruguay, Brasil y Paraguay”.
No hay causas políticas ni económicas. El problema es la gente que viene de afuera aunque ese afuera es el interior de la patria grande. El problema es la barbarie.
Cresto, en realidad, no solamente es un sarmientudo, algo peor que ser un sarmientista, sino que encubre la propia realidad de su ciudad.
Según los últimos datos sobre indigencia y pobreza, Concordia encabeza la tabla de ingratos números: el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos dice que 72 personas de cada cien que viven en esta tierra de ensueño son pobres y cuatro de cada diez son indigentes.
En Concordia la desocupación es sinónimo de pobreza como en cualquier lugar del país y el problema no son los padentranos, sino las políticas que premian a las minorías del privilegio y castigan a las mayorías.
Fuente de datos: Diario Análisis Digital - Santa Fe 10-01-05
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