Relatos indignos del fin de la vida

Dos historias de vida y de muerte. Dos madres jóvenes que asumieron la crianza. Una niña sin su madre, un niño que pronto se quedará sin ella y no han podido llorar.  La ley de muerte digna y la ley de promoción y protección de los derechos del niño, son también muertas en cada una de sus letras, sus puntos y sus comas.  No existieron para los niños y para sus madres.

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Por Ignacio Pizzo (*)

(APe).- Mariela, recientemente llegada a la Argentina, tiene cáncer de mama. Con apenas 35 años, busca curación a una expansiva enfermedad cuyo tratamiento en su país de origen tiene un costo impagable. Junto con su hermana Natalia y su hija de 6 años, Abril, se alojan en una pequeña construcción en la villa 21-24 otorgada a préstamo.

El equipo de atención paliativa del Centro de Salud y Acción Comunitaria N°8, concurre a visitar a Mariela que se encuentra en un tercer piso por escalera. En ese pequeño departamento, junto con una de sus hermanas, nos recibe. Su sonrisa y su juventud iluminan el pequeño cubículo en el barrio del desamparo. Ella apenas puede caminar, sus huesos son devorados día a día por una enfermedad que no eligió, y sobre la que no tiene posibilidades de tratamiento oncológico específico.

El sistema llega tarde, no llega o llega de la peor manera. Desde algún rincón del campo de la salud, los cuidados paliativos proponen la calidad de vida en el fin de la vida. Sin embargo, el pronóstico anticipa que pronto Abril deberá resignarse a que su mamá no esté más. La perseverancia, la insistencia, el amor por la vida propia y de su alrededor, hace que Mariela consiga todo lo que se propone, venciendo inclusive hasta la misma burocracia estatal, que por alguna esquina iluminada se encuentra con algún tipo de humanidad acorde a la circunstancia.

Pudo acceder a las medicaciones indicadas en el Hospital Argerich y es su oncóloga quien propone que esa medicación pueda administrarse en su residencia actual, por parte de nuestro equipo, dada la dificultad y la débil situación del cuerpo de Mariela. Porque al sistema de atención médica lo hacen también equipos y profesionales que forman islas en medio de un mar de desidias. Porque Carrillo, Oñativia, Salvador Mazza, Laureano Maradona, Julieta Lanteri, entre otros y otras, trazaron un horizonte para que sus legados no sean meras placas de bronce inertes y pesadas.

     Finalmente, Mariela falleció en el Hospital Penna, por una intercurrencia infecciosa. No logró despedirse de su pequeña hija. Mariela rompía en llanto cada vez que la mencionaba. Abril ahora está a cargo de su tía, y quizá aún no se explica la pérdida de un ser imprescindible. Sigue concurriendo a la escuela para aprender la construcción de una ciudadanía inexistente.  La muerte es el último país que un niño inventa al decir de Raúl González Tuñón.

 Fabiana, de 52 años, tiene cáncer de pulmón en un estadío avanzado, un monstruo que consume su aire. Cada bocanada de oxígeno implica un esfuerzo con fuerzas que ya no tiene. Se ahoga tanto para hablar como para comer. Se consume, se atrofian sus músculos. Sobrevive junto a sus dos hijos y a una de sus ex parejas quien ahora la cuida, porque el resto de su familia no se encuentra dentro del ejido urbano circundante.

Su hijo menor de 13 años tiene autismo, y ella es su única cuidadora a cargo, pero ya no logra asumir dicha tarea. La Defensoría del menor de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires mece la cuna del expediente del niño. Pese a que varios meses atrás se hizo la presentación para que se tomaran medidas respecto de los tratamientos y escolarización de Gael. Él mira la tablet y emite sus estereotipias, como queriendo evadirse de aquello que lo rodea, una casa indigna, un padre que no está, una madre muriendo, boqueando, pidiendo clemencia ante una indiferencia sistémica, más cruel que el desprecio.

    Dos historias de vida y de muerte, dos madres jóvenes que asumieron la crianza, una niña sin su madre, un niño que pronto se quedará sin ella y no han podido llorar, ni darse explicaciones de lo inexplicable.  La ley de muerte digna y la ley de promoción y protección de los derechos del niño, son también muertas en cada una de sus letras, sus puntos y sus comas.  No existieron para Abril, para Gael ni para sus madres.

 Nuestra sociedad se construye día a día, indiscutiblemente, sobre una despiadada competencia por el éxito. El ciclo vital de nuestra estructura contribuye a que la biología acelere procesos tal vez evitables.

  Hay historias clínicas y hay una historia hecha de pueblos, que respaldan la idea de que el fenómeno de la muerte aparece en primer lugar vinculado al pisoteo de una formación socioeconómica disparatada y terrorífica.

     Las causas de mortalidad pueden ser estudiadas desde la estadística por los diagnósticos que figuran en el certificado de defunción.  No obstante, es falso que la muerte nos iguala.  Los despojados y despojadas de este mundo no son más iguales frente a la muerte que frente a la vida. La muerte de una madre desalojada, migrante, pobre con hijos pobres no es nunca natural, es una muerte violenta.

Las condiciones de vida y sobrevida de los niños y de las mujeres son aún más inhumanas y mortales en los márgenes. Las familias de los arrabales son objeto de la misma discriminación tanto en los momentos que el corazón late con conciencia y también en la fase crepuscular de lo que se llama vida.

La estructura desigual de la sociedad incluye además la estructura clasista de la medicina mercancía, que defiende más eficazmente la vida de los poseedores del todo que la de los portadores de una vida de trabajo.

(*) Médico Generalista - Casa de los niños de Avellaneda - CESAC 8 –Villa 21/24


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