Quiero escribir un niño

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Por Alberto Morlachetti

(APE).- El siglo XX -decía Soljenitzin- es más cruel que sus predecesores. Ha destruido tantos pueblos que el concepto de humanidad se reduce a una sutileza. La Cumbre Mundial de la Alimentación reunida en Roma del 13 al 17 de noviembre de 1996, con la participación de 100 mandatarios, puso una cifra en la mirada: cada día mueren 40.000 niños menores de 5 años. Cada año el capitalismo global obliga tributar a los pobres casi 15 millones de niños a la muerte. Las madres los acunan aquí y allá, entre los desiertos de la vida y los días vacíos de leche: Quiero escribir un niño con grandes ojos como semillas y dulce sonrisa de níspero, soñaron lejanamente, sin vislumbrar que ese niño irrepetible tiene grandes posibilidades de morir antes del milagro de las palabras. El crimen se viste con los despojos de la inocencia.

 

Los Estados se colocan por encima de la moral y fuera de la conciencia para disponer de la vida de los “indeseables”. Aquellos mandatarios y sus técnicos propusieron -entonces- reducir las muertes a la mitad para el año 2015. Es decir, que cada día amanecería con sólo 20.000 muertes. La utopía es cada vez más cortita.

En un informe de Octubre último -según UNICEF- unos 98 países están lejos de cumplir el objetivo de reducir la mortalidad de menores de cinco años para el 2015, una de las metas más importantes acordadas por los Estados parte de la ONU durante la última “Cumbre del Milenio”.

La tasa de mortalidad infantil, considerado un indicador básico para medir el avance de un país, constituye hoy el síntoma más visible de la desigualdad entre naciones. Durante el año 2002 -el último del que se disponen datos en todo el mundo- en los países industrializados se registró una tasa promedio de 7 muertes por cada mil nacidos vivos. En tanto, en los países menos adelantados, la tasa fue de 158 por mil.

La extrema inocencia de los niños asesinados por un Estado criminal no hace que este último sea más culpable del crimen de genocidio. Lo era ya, cuando desocupaban o mataban a sus padres o impedían la multiplicación de los panes. El exterminio en el “nombre del bien” se llama hambre-sida-masacres contra pueblos indefensos “portadores del mal”. El asesino se esfuerza en usar el tiempo y juega con el olvido. Los Estados criminales cuentan con la piedad de cierta historia y el peso de la indiferencia colectiva, pero también con su poderío político -como dice Ternon- que le permite negociarlo todo: el perdón, el olvido, el silencio y la mentira.

El mundo de la pobreza es larguísimo. Cuando por sus calles se pasea la muerte, cuando en algún barrio sin luna y sin dientes los vientos se detienen y callan un nombre de rocío, como el de los pequeños que las bombas del cielo descuartizan en 100 pétalos que buscan la belleza furiosa de la rosa. Cabe pensar en esas estadísticas despiadadas que al final de la noche nos dejan sin 40.000 niños pobres que nos miran y nos están buscando sobre un hilo de barriletes encendidos.

Fuente de datos: Agencia Télam 12-10-04


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