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La guerra supo tragarse a los jóvenes. A los que empujaron a sus fauces sin conocerla. Sin saber hacia dónde iban. Ahora adolescentes como aquellos viven sus propias guerras en los barrios. Y no saben que preparan para ellos un regreso del servicio militar. Para reforzarles la obediencia.
Por Martina Kaniuka
(APe).- El grueso de las tropas argentinas destinadas en 1982 a las Islas Malvinas fueron conscriptos: más de 12.500 jóvenes de entre 18 y 20 años de edad, pibes de las clases ‘62 y ‘63, de clase media baja, hijos de los barrios populares que -obligados a hacer la colimba y sin ningún tipo de preparación militar- no llegarían a festejar su cumpleaños número 19.
649 hombres murieron en la guerra: 323 en el hundimiento del crucero Belgrano y el resto en las islas, combatiendo contra los ingleses. El 20 por ciento de los que no volvieron eran descendientes de pueblos originarios: son alrededor de cien los ex combatientes qom, wichí, mocoví y mapuche. Muchos llevados a combatir engañados y ninguneados a la hora de recibir asistencia después de la guerra.
Y como la historia la escriben los vencedores, también marcharían ahora los mismos pibes que, en el mundo de la igualdad de oportunidades, nacieron sin ellas.
Y mientras los medios de siempre relatarían la gesta de una gran victoria nacional con páginas llenas de bazofia a puro color, se irían los Rafael Nahuel a pelear por la tierra que hoy pertenece a capitales de apellido extranjero y les niega una porción de su propia historia. Marcharían los Santiago, que sin bandera alguna, portarían la solidaridad como un arma caliente. Marcharían los Facundo munidos de sus infancias duras de potrero, los Luciano que dijeron no y cada pibe que se hubiera podido escapar de las balas de los agentes de las fuerzas de seguridad del estado.
Porque, para ellos, esta aparente paz sólo esconde sus cotidianos días de guerra.
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