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Por Miguel A. Semán
(APe).- Hace pocos días una foto sobrevoló el mundo. Un chico de diez años aparece tirado en una calle de Monrovia. Abandonado a la impenetrable soledad de los muertos su cuerpo no despierta piedad ni vergüenza. Los que pasan por la calle retroceden con espanto. Ya no es un niño sin nombre al que nadie le daría importancia; sus huesos, ahora inútiles, se han convertido en el foco del miedo. La epidemia humana que se transmite de hombre a muchedumbres más veloz que la luz y con la ferocidad de las tinieblas.
Los mismos números que registran el paso de las divisas de un mercado a otro especulan con la proyección de infectados en Liberia, Sierra Leona, Guinea, Nigeria, República del Congo y Senegal, donde casi cuatro mil niños ya han perdido a uno de sus padres y parecen condenados al destierro sin límites. En nombre del miedo hasta sus propias familias les cierran las puertas.
Peter Piot, el médico que descrubrió el virus en 1976, sostiene que la enfermedad no estaba destinada a desatar semejante epidemia. Los países que la sufren, con sistemas de salud devastados, vienen de cruentas guerras civiles. Liberia contaba en 2010 con 51 médicos y muchos de ellos emigraron o murieron, y mientras el virus mutaba y se fortalecía, la OMS se ocupaba de otras cuestiones. A través de la frontera densamente poblada de Guinea, Liberia y Sierra Leona no sólo los vivos se trasladan de un lado al otro con la enfermedad a cuestas, también los muertos van y vienen en taxis o camiones para ser enterrados en el lugar donde nacieron.
El chico de Monrovia agonizó durante días en la calle sin que nadie se atreviera a tocarlo. Hay quienes dicen que al tomarse la foto aún no había muerto, y lo que vemos, o no queremos ver, es el instante de un sufrimiento congelado. Un dolor propio, es decir ajeno, incomunicable, tan imposible de contar como todos los dolores humanos.
El día de la foto cientos de personas se movilizaron hasta el lugar donde sacrificaron al perro de la enfermera española infectada con el virus. Millones de personas vimos al marido de la enfermera implorar por la vida del animal. Hacía bien. Los perros son hermosos, dignos. Nos miran con ternura hasta el último instante. Reconocen la muerte, la presienten y huelen, pero a diferencia de nosotros no especulan ante el dolor ajeno. El amor al miedo y el miedo al amor son sentimientos, o estrategias, puramente nuestras.
El mal de los ardientes, la peste negra, la lepra y el sida llevaron a la población sana de cada época a buscar sus chivos expiatorios. Judíos, extranjeros, homosexuales, miserables y negros se convirtieron todos juntos o por vez en depositarios de la culpa universal. Los leprosos eran encerrados tal como sugirió Le Pen que se hiciera con los enfermos de sida. Para algunos creyentes, Dios, desde su santísimo trono, lanzaba flechas que al rozar el cuerpo de los impíos hacían florecer bubones pestilentes, pero al mismo tiempo San Francisco de Asís abraza a un leproso con el que se cruza en el camino porque debajo de la máscara deforme ha reconocido los rasgos de Cristo.
África no termina en África ni nosotros en nosotros. La piedra más pequeña del planeta es tan inabarcable como el enigma del universo. Los hombres no somos islas, escribió Thomas Merton. La última palabra la tendrán los microbios, dijo Pasteur. Tal vez sea verdad. Los hombres somos huéspedes imperfectos de nuestros propios verdugos. Pero mientras tanto, aquí y ahora, asoma la vida, único bien sin dueños ni patrones, aunque muchos pretendan patentarla.
Edición: 2795
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