Polenta, arroz y paraíso

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Por Silvana Melo

(APe)-. El ardor pro papal, profundizado por la convicción umbilical argentina, ha puesto en marcha su parafernalia de la fe, la emoción y la misericordia. Y habilitó otro capítulo de la mitología de los individualismos locales en el mundo, en contraste brutal con la imposibilidad de construir en colectivo. Francisco ya es remera como Diego o el Che. Ya es pin, bandera, afiche en la 9 de Julio. Ya es peronista, revolucionario, impulsor de la Patria Grande. De “entregador” o “genocida” a piadoso salvador.

 

Rara la Argentina, que coloca un papa en el centro del poder mundial y el hombre se vuelve progresista a los 76 y en la cúspide, cuando la gente suele ponerse conservadora y estricta. Acaso se haya olvidado, en una valijita en la esquina de la catedral, su pertenencia sin rebeldía a un esquema clerical superortodoxo, las acusaciones de connivencia con la dictadura, la intolerancia hiriente ante el matrimonio igualitario y la diversidad sexual.

El amor frenético, abonado por los virajes eclécticos del kirchnerismo y la adulatoria grosera e intencionada del resto, ha iniciado el camino de la peligrosa intangibilidad de Jorge Bergoglio. Y ha generado en el imaginario una sensación de bendición generalizada que está a punto de abolir todos los dolores. Y de absolver a los pecadores más intensos, aquellos que deberían arder en los incendios infernales. Pero que suelen tener el poder adquisitivo necesario como para reservar un par de parcelas bien ubicadas en un barrio privado del Cielo.

Confesor de Daniel Scioli, entre otros representantes ilustres de la nueva derecha argentina, el papa Francisco ocupa las primerísimas planas y las imágenes encadenadas de todas las emisoras televisivas y los discursos de todas las radios. Como un manto suavecito y piadoso que oculte el derrumbe financiero y social de la provincia de Buenos Aires, el cierre de las escuelas en huelga, el Servicio Alimentario Escolar con dos millones de niños que tienen que desayunar nutritivos con 1,60 –que la provincia no paga y ya es una aguita coloreada el máximo al que se puede aspirar-, tres meses de becas a centros de día que no llegan y los pibes que no han visto jamás de cerca un durazno y la carne es un tesoro de De Angeli, Etchevehere y Biolcatti, los pibes que terminan en la calle porque con 450 pesos por cada uno cada seis meses no alcanza para alimentar, jugar, amar, enseñar y abrigar el cuello y el alma antes de salir a la vida que suele ser tan fría y desolada.

Como un manto suavecito y piadoso la sotana blanca de Francisco –que es Bergoglio, el de siempre, el que no se jugó más ni menos que tantos de sus pares púrpuras- ha cubierto los crecientes muertos en las ochavas del conurbano, en la mardelplata infeliz, en el interior oscuro y postergado, muertos de toda juventud, por los gatillos ligeros sistémicos, de la policía y de los cesanteados de la vida propia y ajena.

Cubre el manto a las marías a las que se les mueren los hijos en brazos y el estado las juzga y las encarcela, a las madres de niños muertos por el glifosato, el endosulfán o el agente naranja en las vecindades de la soja o los tomatales, cubre el manto a los vecinos judicializados de Famatina y al padre Quinteros, también procesado por batir campanas a la hora de salir a la calle, cubre el manto el silencio del Obispado de La Rioja, cubre el manto a la campaña –agudizada a partir del fervor papal- en favor de la absolución de Julio César Grassi, condenado a 15 años por abuso sexual infantil y libre, inexplicablemente, cubre el manto al Obispo de Catamarca, que lamentó la eliminación del servicio militar donde “se defendían valores porque se dedicaba un año entero a la patria”, cubre el manto a los niños enterrados por la descarga de los camiones en el Ceamse o en el vaciadero de Formosa, cubre el manto a los paqueros de las villas, puestos a trabajar para la policía o el dealer sólo por el faso que les cortará los pulmones como un vidrio y les hilachará el cerebro.

El ardor pro papal, condimentado por la necesidad argentina de ratificar su ubicación definitiva en el ombligo de la humanidad, en apenas siete días ha canonizado a Bergoglio y ha producido centenares de miles de testimonios de quienes le vieron los zapatos negros en el subte y son los mismos del vaticano o le conocieron una media agujereada a la altura del pulgar en el lavapiés del viernes santo. Ha cancelado la discusión y la duda. Y ha puesto peligrosamente en falta la capacidad transformadora de la lucha. Los derechos conquistados a pesar del poder y la influencia del oscurantismo están, de pronto, en la picota marketinera de la moda santa.

Habrá que desmantar la vida dura y árida otra vez, después de la efervescencia. Habrá que descubrir lo cubierto, desocultar lo ocultado. Y volver a recordarnos, todos, que las revoluciones nacen en la baldosa que pisa el pie. Que las luchas y las victorias son de este mundo y en este mundo. Que a la miseria se le opone la justa distribución de los recursos, que a la desigualdad se le opone la transformación, que al hambre se le opone la Justicia. Y no una colecta de polenta y arroz y la promesa del paraíso los domingos por la mañana.

Edición: 2412


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