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Por Claudia Rafael - Datos y fotos, desde Neuquén: Gustavo Figueroa
(APe).- “Tenemos la voz que otros hermanos no tienen”, dijo Relmu Ñamku a APe. “Por eso asumimos esta necesidad y esta responsabilidad enorme de seguir luchando”. Los ojos de la justicia de los poderosos -en el contexto de una más entre tantas apropiaciones de la tierra- se depositaron en esa mujer de 38 años que definió durante el juicio que “me quieren condenar por ser pobre, india y mujer”. Se la trató de condenar primero por tentativa de homicidio, luego –cuando ya las supuestas pruebas en su contra se caían- se cambió la acusación a lesiones y finalmente, todo concluyó en un veredicto de inocencia. “No culpable”, dijo hacia el final del juicio la voz de la mujer en nombre del jurado popular que sobreseyó a Relmu Ñamku por el cargo de lesiones graves, quien sólo fue condenada por daño simple.
Esta parte de la historia arrancó el 28 de diciembre de 2012, cuando Verónica Pelayes, auxiliar de Justicia, llegó hasta la comunidad mapuche Winkul Newen para ordenar que cesaran en el freno al paso de la petrolera Apache Corporation. Durante la protesta, la comunidad bloqueó la ruta y resistió con piedrazos. “Actuamos en legítima defensa, nos defendimos de esa topadora que iba a pasar por encima nuestro”, explicó Relmu Ñamku. Pero uno de esos piedrazos, tras la rotura de un vidrio, lastimó a Verónica Pelayes y todo derivó en la criminalización de toda la comunidad.
“Concesionan territorios con nosotros adentro”, reclamó Relmu en su entrevista con esta agencia de noticias. “Y es un gran dolor ver que nuestros hijos se crían entre desalojos, contaminación, avasallamiento. Nos corren, nos arrinconan y nuestros niños son las víctimas principales. Sufren el día a día la contaminación pero también la discriminación”, desgranó.
Como una suerte de cruzados contra la condición humana intentaron arrancar a Relmu Ñamku su identidad, llamándola Carol Soaez. Y la obligaron a desnudar su historia más íntima, aquella de su mamá biológica, Marina Ñanco, la de los padecimientos de su pueblo, la crónica misma de la larga colonización reseñada en la vida de una mujer.
En la sala de audiencias, mientras el jurado popular intercultural (la mitad, mapuche) sesionaba para decidir la suerte de Relmu Ñamku y sus compañeros, Martín Velázquez Maliqueo (absuelto con antelación) y Mauricio Rain se respiraba “mucho newen”. Es decir, “mucha fuerza y convicción”. Así advertían lonkos (jefes) y peñis (hermanos).
En los ratos previos al inicio de la audiencia, machis (figuras espirituales) y lonkos hicieron una rogativa. Así fue cada día. Allí rogaban y reunían fuerzas para hacer frente al poder.
Con las machis, que permiten vislumbrar “lo venidero”. Que “arengan a la comunidad con sus palabras en mapudungun”. Que pueden tener 12, 15 ó 30 años. No importa. Pero que aportan la voz ante los conflictos, ante la toma de decisiones.
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Relmu Ñamku es bella. Se ríe fuerte. Y siempre ofrece al otro ese rasgo de ingenuidad e infancia con su sonrisa. Mueve todo su cuerpo y mira hacia arriba, mientras la risa la atraviesa. Y –cuentan los suyos- “quiere a Kimvn, Niwa y Wenu, sus hijos, hasta el hartazgo”.
Pero se vuelve seria y apasionada cuando relata a APe que “sentimos que mostramos la realidad de los pueblos originarios en Argentina. Es una responsabilidad enorme porque podemos hablar, tenemos la voz que otros hermanos no tienen y no son escuchados. Asumimos esta necesidad de seguir luchando. Y por ser mujeres siempre vamos a estar al frente y estamos dispuestas a hacerlo. Es un deber con las generaciones futuras pero también con las presentes y las pasadas”.
Argentina –advierte- “es una nación de apenas 200 años, es un estado colonial muy joven y nosotros estamos desde hace muchísimo más tiempo”.
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En una de las audiencias, la antropóloga Diana Lenton habló del concepto de “daño cultural” para explicar las consecuencias de alterar el espacio y las prácticas culturales de las comunidades mapuches por parte de las empresas petroleras.
La misma antropóloga que, en más de una ocasión, analizó y escribió acerca de la relación entre Estado, sociedad y los genocidios. “Hubo campos de concentración en Valcheta, Martín García, Chichinales, Rincón del Medio, Malargüe, entre otros. Son todos lugares donde se encierran a las personas prisioneras sin destino fijo. La autoridad militar era la dueña de la vida y muerte de ellos. La idea era de depósito porque iban a ser distribuidos. Eran prisioneros y esclavos. Había muerte por las condiciones a las que estaban sometidos, ahí está también el genocidio. Y también había suicidios por el trauma social al que estaban sometidos. Los padres sabían que les quitaban a sus hijos, lo veían y decidían matarse. O mujeres que se tiraban al agua con sus hijos”.
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Relmu Ñamku sintió, cuando hablaba de su madre biológica, de los ocho hermanos sin los que creció y fue aprendiendo a conocer con el tiempo, de su largo camino para asumir su identidad mapuche, que el poder la exponía a un proceso de obscenidad que la dejaba a la intemperie. Sin los ropajes de su pueblo. Sola y desnuda frente a ese otro que la sigue llamando Carol. Que no la acepta ni la entiende Relmu.
Con su voz ajada por el dolor, Relmu contó también cómo el día previo a ese 28 de diciembre (¿acaso fue azar que el poder judicial eligiera para notificar a la comunidad el último día hábil previo a la feria?) habían enterrado a una bebé nacida con malformaciones que el pueblo mapuche adjudica a la contaminación de la empresa petrolera (¿Fue una ironía que ocurriera el día anterior a la celebración cristiana que recuerda la matanza de niños menores de dos años, ordenada por Herodes I, el Grande?).
“En el banquillo de los acusados debieran estar los gerentes de las petroleras, el gobernador y sus ministros, y algunos funcionarios del Poder Judicial. Pero estoy yo, por ser pobre, india, mapuche, y mujer”, dijo con ese énfasis de los vulnerados de la tierra.
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Desde el Conicet, Diana Lenton advierte que vivimos en un paradigma en el que la palabra “genocidio” se puede aplicar “cuando a mí me importa, cuando mi grupo de pertenencia es el afectado”, porque “hasta tanto no podamos siquiera entender el dolor de los otros y sentirlo como el propio, no hay interculturalidad posible. No hay forma de dialogar”.
El daño ambiental es daño cultural. En un nuevo intento de conquista a los pueblos del origen.
“La prepotencia criminal de las clases dominantes y el exterminio de los que pensaron distinto, intentando domiciliar sus vejaciones en el olvido”, escribió Alberto Morlachetti en “Que cien años fue ayer”. Porque la historia oficial –citó a Borges- “compró su longevidad al precio de sus ojos”.
Edición: 3043
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