Pintados de azul

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Por Miguel A. Semán 

(APe).- Desde el 10 de diciembre de 1983 hasta hoy los responsables públicos y privados de nuestra seguridad mataron a 2.586 pibes. Más acá, desde el 25 de mayo de 2.003, en la calle, en las comisarías y los institutos de menores murieron 1.323 chicos. Según el informe de CORREPI, 928 durante la presidencia de Néstor Kirchner y 395 en los dos años de gobierno de su esposa.

 

A Rubén Carballo, el chico de 17 años que permanece internado en el Centro Gallego con muerte cerebral lo encontraron el domingo a las dos de la tarde tirado a cinco cuadras de la entrada principal del estadio de Vélez cuando las corridas, los tiros y los palazos hacía ya más de medio día que habían terminado.

La versión de la policía federal es que el chico se cayó de un muro cuando intentaba colarse al recital. Sus amigos dicen que hacía dos meses que habían sacado las entradas. A quienes vimos por televisión el avance de los carros hidrantes y los caballos sobre los pibes acorralados en la Juan B. Justo no nos resulta difícil saber de qué lado venían los golpes.

“Le pegó la policía y cuando se dieron cuenta de lo que hicieron lo dejaron tirado como a un perro”, dijo un amigo de Rubén. En su esfuerzo por restaurar el orden mediante el empleo de “la fuerza mínima necesaria” la policía repartió palos a mujeres, inválidos y chicos. Como en los tiempos de la dictadura los camiones hidrantes pintaron de azul a los revoltosos, a sus amigos, a sus acompañantes y a los que pasaban por ahí. Como en los tiempos de la dictadura un chico apareció tirado debajo de un puente y nadie sabe decir dónde lo tuvieron durante más de doce horas.

El celo de la policía federal por resguardar lo que ellos llaman “el orden establecido”, cuando se trata de adolescentes que van a un recital de rock, contrasta con el respeto casi reverencial que la misma fuerza y el resto de las policías provinciales manifiestan hacia los barras bravas que intentan, y casi siempre logran, entrar sin entrada a todas las canchas de fútbol del país.

La semana pasada, pocos días antes del recital de “Viejas locas”, un legislador mendocino creyó encontrar la solución al problema de la inseguridad en su provincia estableciendo la autorización paterna obligatoria, expresa y escrita para todos los menores de 18 años que quieran permanecer en la calle después de las ocho y media de la noche. Habría que preguntarle al legislador si un papel en el bolsillo de Rubén Carballo habría sido capaz de frenar el golpe que le fracturó el cráneo y le lesionó el cerebro.

Los legisladores nacionales apuntan, otra vez, a combatir el índice de delincuencia bajando el umbral de imputabilidad. Los famosos de siempre reparten golpes bajos y alzan la voz desde sus programas de televisión cuando otros famosos son víctimas de inseguridad callejera, pero se olvidan de los heridos del sábado a la noche como en su momento se olvidaron de Walter Bullacio.

Otros trasnochados creen que la solución radica en el restablecimiento del servicio militar como un control social obligatorio encargado de domesticar a los descarriados. El problema, una vez más, es quién domestica a nuestros domesticadores.

En el fondo no importa si Rubén llevaba o no la entrada en el bolsillo, tampoco interesa si intentó colarse al recital o no. No importa porque los guardianes del “orden establecido” en cada pibe que anda cerca ven un colado que nunca va a tener entrada para llegar a ninguna parte. Sobre todo si tiene 17 años, es morocho, murguero y viene de La Matanza.

Edición: 1640


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