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Por Claudia Rafael
(APe).- Desde que tenía apenas unos 6 años los pibes del barrio lo empezaron a llamar “el Ratón”. Pasaron muchos años desde aquel bautismo de prepo. Ahora ya ronda los 18 y ya nadie se acuerda de que alguna vez, cuando todavía estaba en la panza de su mamá, lo soñaron Alejandro. Con un destino magno que nunca llegó. El siempre fue y será “el Ratón” para todos. Cargando con un apodo que le asestaron por esa altura siempre escasa, la melena renegrida y salvaje y la histórica manía de andar corriendo, como queriendo escapar.
Todo el tiempo. Fugando quién sabe de qué dolores de ese barrio al que alguien, en la ciudad, llamó “El Progreso” como una ácida ironía de un lugar anclado en la exclusión más honda.
Su mamá, la Rosa, tuvo desde siempre y sin saberlo una pertenencia de fuego. Es parte de ese colectivo de madres que se ubican hoy en el 37 por ciento de mujeres en edad fértil hundidas en la pobreza o la indigencia. Una investigación de la ONG “Observatorio de la Maternidad” reveló que 2.943.371 mujeres, de entre 19 y 49 años de edad, habitan en los principales centros urbanos argentinos. Y de ellas “el 28,6 por ciento es pobre y el 9,1 por ciento es indigente”.
Pero además, el mismo informe resaltó que “la transmisión intergeneracional de la pobreza comienza en el hogar. Las y los hijos de madres y padres pobres tienen una alta probabilidad de ser pobres, y las y los niños que crecen en hogares pobres, incluyendo los hogares encabezados por mujeres, crecerán y replicarán estas condiciones”.
Ni “el Ratón” ni la Rosa saben que llegaron marcados por el estigma de pertenencia a esa estadística que no perdona. Que no deja margen alguno para volar hacia otras tierras menos crueles. Predestinados a la resignación o al odio por ese karma devenido sistémico. Nacidos y empujados a los abismos en geografías que repiten la historia una y otra vez en un círculo que se parece demasiado a un sino feroz.
“Es como llevar una cruz encima, ¿no? La cargó mi mamá y la voy a cargar yo también. Tiene que ser así”, dice resignadamente Romina, con sus 15, mientras ve rondar los dolores de su madre sobre sí misma como un fantasma que la busca y la seduce. Como una araña que va tejiendo su tela en la que espera pacientemente que se pose su enemigo para atraparlo y luego devorarlo impiadosamente.
El informe del Observatorio de la Maternidad desnuda que “las mujeres que son madres en Argentina se encuentran en una condición social de mayor vulnerabilidad” con respecto a las que “están en la misma situación”, son “jefas de hogar o cónyuges pero no tienen hijas o hijos”. Y recordó que en “el período 2003-2006”, el 39,9 por ciento de las madres eran pobres, una cifra que caía al 8,6 frente a las mujeres sin hijos.
Las inequidades de un país que empuja a los acantilados de la nada a millones que juntan desde los márgenes las migajas que deja la brecha del desamparo generan que el grueso de las mujeres en edad fértil padezcan una anemia ya crónica que simboliza la crueldad de la desnutrición.
Es un círculo sanguinario, nacido en la más férrea determinación de un sistema dispuesto a sobrevivir a partir de la expulsión. De la estigmatización eterna de quienes van aportando más y más vidas a un ejército de vulnerados. Que responde a la lógica atroz de que pertenecer es un verbo destinado a unos pocos. Mientras desde el otro lado de la vidriera hay millones que miran y crecen sin la oportunidad de la vida justa.
Fuente de datos:
Diario Hoy - La Plata 13-01-10
Edición: 1686
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