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Por Miguel Semán
(APe).- Todos, o casi todos sabemos que en San Juan y Entre Ríos, entre la una y media y las cuatro de la tarde del 25 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh fue asesinado por un grupo de tareas de la ESMA. Un día antes la dictadura militar había cumplido un año de muertes. Walsh, meticuloso y puntual hasta la médula, les mandó a los miembros de la Junta un regalo con nombre, firma y número de documento.
La Carta, hoy famosa, no se publicó en ningún diario, pero el correo de sombras que funcionaba en esos tiempos se encargó de llevarla a destino. Los verdugos no podían soportar semejante ofensa y el escritor se convirtió casi en el acto en un desaparecido. Para la gente que pasaba por San Juan y Entre Ríos a esa hora el hombre caído era un don nadie. Un pobre tipo con sombrero de paja. Un cuerpo roto que los mismos asesinos se encargaron de levantar y desaparecer.
El 25 de marzo de 2014, a los 18 años murió David Moreira. Dos días antes, alrededor de las seis de la tarde, había sido atacado por un grupo de vecinos en el barrio Azcuénaga de Rosario. Quienes lo lincharon creían que David le había arrebatado la cartera a una muchacha que caminaba por la calle Marcos Paz. Su cuerpo quedó tirado en la calle hasta que vino la ambulancia. No lo desaparecieron, las costumbres cambian; lo levantaron, lo llevaron al hospital y se murió. La coincidencia de fechas es sólo eso, pura coincidencia.
Muchos dirán que un pibe de ésos no puede compararse con un gran escritor, que Moreira no es Walsh; los asesinos y torturadores del proceso no son los vecinos de Rosario que mataron a David. Es verdad, desde algún lugar, todos somos incomparables, pero hoy no me ocupo de las víctimas ni de los victimarios. Hoy me importan los otros, los que pasan por el umbral del infierno y siguen de largo como si no hubiesen visto nada. De los testigos que se olvidan a sí mismos en cualquier café con tal de no llegar nunca a la escena del crimen.
En tiempos de Walsh los distraídos podían cubrirse con los disfraces del miedo. Hoy, las complicidades se pasean desnudas, y a nadie le parece casual que de marzo a marzo, pero casi cuarenta años más tarde, nos carcoman las mismas miserias.
Un desaparecido multiplicado por el silencio de doce, de cien o de miles nos dio como resultado treinta mil ausencias. Un homicidio cometido por veinte, cincuenta o cien enardecidos ante la mirada ciega de unos cuantos, empieza a replicar en cada esquina. Los medios que aventaron las furias ahora se declaran neutrales; consultan a filósofos, sociólogos, psicólogos, amontonan hojarasca y la arriman a la hoguera. Los gobernantes y sus oponentes no saben ni responden. La barbarie de los civilizados empieza a imponerse en las veredas. El gobernador y los legisladores bonaerenses se alinean detrás del proyecto y retroceden casi un siglo.
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Hoy es otoño. Hace treinta y ocho años también era abril, el cielo aún más bello que ahora y nosotros más jóvenes que nunca. La dictadura era un monstruo recién parido. Nadie podía imaginar el mañana, aunque estuviéramos llenos de futuro. Nuestros días habían quedado prisioneros y la esperanza era una hija de nadie, torturada y desaparecida.
¿Cuánto iba a durar todo aquello? Si el diablo hubiese sido un buen tipo, como el Lucifer que imaginó Leonardo Favio, en su Nazareno, nos habría puesto una mano sobre el hombre y habría dicho:
Tu infierno dura la profundidad de tu tristeza, pero estos hijos de puta me perforaron el infierno.
Edición: 2677
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