Nunca me vas a fallar…

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Por Alfredo Grande

(APe).- Alberto Morlachetti, el “Morla”, será por derecho y deseo propio, un referente único. Nunca ejerció autoridad, pero siempre tuvo ascendiente. Nunca estableció jerarquías, pero siempre construyó asimetrías creativas. El Morla, grandote en varios sentidos, nunca dejó de ser un pibe más de todos los pibes que ayudó cuando la agonía de ser niño y pobre se ensaña con los retazos de las más pequeñas alegrías. Lo conocí bien, al menos eso deseo creer. Pero lo conocí poco, y eso me duele saber. Poco en el tiempo, poco en sus sueños, poco en sus tristezas, poco en sus desencantos, y poco también en sus muchas alegrías.

Dicen que el peor de los pecados de Borges fue no ser feliz. Lo dijo Borges. ¿Habrá sido feliz el Morla? Porque de algo estoy seguro: podemos ser felices. Pero ni tenemos ni debemos serlo por mandato de la cultura represora. Escribí hace algunos años por qué maldecía a la felicidad de todas las “felices fiestas”. Cobertura sin pan ni chocolate para las más atroces agonías.

¿Habrá sido feliz el Morla? Para responder a esa pregunta, sabiendo que no tiene respuesta, es necesario pensar que también la felicidad está atravesada por la lucha de clases. No hay una sola forma de ser feliz, aunque hay demasiadas formas de ser desgraciado. Si la felicidad tiene como fundante la obstinación en la satisfacción colectiva de necesidad y deseos, estoy seguro de que el Morla fue feliz. E hizo feliz también a muchas y muchos que pudieron aprender que la ternura es un arma cargada de futuro, pero también de presente.

Esa ternura derramada no se escurre como agua en la arena. Queda contenida, multiplicada, potenciada en aquellos que la reciben, y que sólo entonces pueden entregarla. “Ternurando” denominé a esa militancia de no perder la ternura jamás. Pero muchos ni siquiera pueden perder la ternura, porque nunca la encontraron. Seguirán morando al este de todos los paraísos, buscando un agua que ya no podrá calmar tanta sed.

Por eso no nos sirve la memoria heroica. Estatuas, mausoleos, cenotafios, museos. La memoria histórica, nunca neutral, siempre implicada, es memoria en acto. En actos que sostienen la misma lógica, la misma convicción, la misma profecía, de aquel que por vez primera los enarboló.

Dime a quién recuerdas y te diré quién eres. Dime cómo lo recuerdas, y te diré qué extrañas. El acto de una plaza de juegos, de una plaza de trapo, es memoria histórica y es recuerdo. La más bella pareja. Sostenida desde la lucha permanente para que no se confunda la paz con la tregua. ¡Cuánto maquillaje para sostener la guerra! ¡Cuánto maquillaje para blanquear las masacres! Y a favor de los vientos de las luchas, y contra las mareas de la cultura represora, el pibe grandote que no quiere convencer ni vencer, pero no deja de enseñar y aprender.

Todos somos sus alumnos, porque “alumno” en su acepción griega, es “el que está dispuesto a aprender”. Y seguimos aprendiendo, así en el aula como en la plaza. En los años felices, cuando la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo era de lucha y resistencia, inventé el psicoanálisis de la plaza en oposición al psicoanálisis del palacio.

Psicoanálisis de la plaza que es el psicoanálisis implicado, analizador del fundante represor de la cultura. Que sostiene mis crónicas de trapo...

Con el Morla aprendí y seguiré aprendiendo porque así son los maestros en su generosidad que nada sabe de despedidas ni espacios vacíos. Nunca me vas a fallar, querido Morla, pibe grandote porque en un cuerpo chico no entra tanta ternura.

Y recuerdo lo que otro amigo maestro, Gregorio Baremblitt, me dijo una vez: “Alfredo, te estás endureciendo demasiado. Y no solamente con el enemigo, a veces también con el compañero”.

Por eso fui jugar al Recreo Pelota de Trapo, a ese patio de deportes, ese oasis del alma, recordando mi niñez en la plaza Irlanda, cuando yo también imaginaba que podía alcanzar la felicidad, mientras pudiera seguir pedaleando mi triciclo verde. Después de todo y de tanto, algo de pibe me queda todavía.

Edición: 3138

 


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