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Por Bernardo Penoucos
(APe).- Veo la filmación del destrato sufrido por un inmigrante senegalés en las playas de Monte Hermoso, la policía le incauta su mercadería y lo rodea; veo la filmación del destrato sufrido por un pibe de 10 u 11 años en las calles de la ciudad de Buenos Aires, en un supuesto intento de robo, la policía lo corre, desenfunda impune y lo detiene, el pibe de seguro no pasa los 11.
El senegalés -observen el video- llora y grita, no es un llanto bajito ni de vergüenza, es un llanto ancestral, de rabia y de impotencia, llora gritando su bronca, levantando las manos, en una suerte de ritual conmovedor y ajeno a nosotros, en un llanto que cruza el océano y llega hasta su África natal; el niño de 11 años también llora, pero éste llora de miedo, se ve su niñez en esa lagrima y se ve su niño en ese cuerpo que tiembla detenido por mayores armados, el policía que detiene al pibe le dice que llamaran a sus padres, el pibe le dice que no, que no vive con sus padres, que duerme en un parador. Entonces llamamos al Juez, dice el policía, como en esa desesperación de llamar a alguien que lo arregle y que nos arregle, como en esa desinformación tal de seguir sosteniendo que el Juez sigue siendo el Padre y Tutor de todos y todas las niñas.
En ambas situaciones la escena se repite, hay un otro detenido, rodeado, expuesto, suspendido por la fuerza de seguridad estatal y bajo la vigencia de ese contrato social que cada vez se actualiza mas alimentándose de miedos y mezquindades; pero también hay gente, sí, hay pueblo rodeando las escenas, algunos por morbo quizá, otros por aburrimiento tal vez, pero muchos por compromiso, por una necesidad de cuidar a ese otro que también es nosotros. Cuando ese extrañamiento se transforma en vínculo, cuando ese otro sufrimiento se emparenta en nuestro sufrimiento, justo ahí la soledad no es tal.
El senegalés llora y puede verse en la escena a un hombre que se agacha, que se emparenta, que baja a la superficie de él y comienza a calmarlo en un abrazo, lo contiene, lo acaricia y lo acompaña. Lo mismo con el pibe de 11 años, quienes rodean la escena exigen que lo suelten, que no lo lastimen, que es un niño, que ya basta.
No queda tan lejos ese otro mundo posible cuando estas situaciones proponen la empatía y el compromiso con ese otro, no queda tan lejos ese otro mundo posible cuando el extrañamiento es roto y desplazado por otra emocionalidad y por otra razón que ya no entra tan dócilmente en los parámetros de la peligrosidad y de la xenofobia, de la sospecha y el prejuicio.
No queda tan lejos.
Edición: 3323
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