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Por Claudia Rafael
(APe).- Sus cuerpos pequeños, sus días acabados, son hoy el arquetipo de la crueldad. En las dos puntas más extremas de un país que no los mira. Dos de ellos, en la jujeña Huacalera. Los otros dos, a 4000 kilómetros de allí, en Río Grande, Tierra del Fuego. Entre los cuatro, apenas suman 13 años. Murieron en soledad. Quizás en manos de gente que debió haberlos amado. Husmear en la lista de los detenidos implica encontrar los nombres de padres, abuelos, tíos, madres.
Ellos son parte de ese ancho ejército de niños sacer de los que hablaba Giorgio Agambén, aquellos por cuya muerte nadie paga, aquellos que la humanidad ofrenda a los dioses sin que importe ni aparezca la culpa. El sacrificio olvidado. Aquel que se hunde en la desmemoria. Del que la condición humana se desprende sin miramientos.
Dos en Río Grande, de 5 y 3 años. La niña de 3, con signos de abuso sexual. Ambos, deshilachados por el fuego que se los llevó junto a las maderas de su casucha de fragilidades. Dicen que para tapar las señales de abuso.
Otros dos en Huacalera, apenas a unos minutos de distancia de Tilcara, donde los carnavales se dibujan de fiesta. El varón, de tan sólo cuatro años. La beba, de un año y ocho meses. Los diarios escriben que fueron ahorcados. Que los vecinos recuerdan que a las tres de la madrugada del lunes los perros ladraban y que luego se callaron. Hasta que las sirenas de los patrulleros tomaron su lugar. Que detuvieron al padre y que, a la mamá, embarazada de seis meses, la encontraron desvanecida en el suelo.
Son los espejos de la nuda vida, aquella que apenas se asemeja a la vitalidad de un caracol o una planta. Y que es digna de abandono político y social. No habrá ojos sobre esa vida, tan desnuda. No habrá ternura en las miradas. No habrá nombre para sus días. No habrá más que muerte violenta, para -como decía Agambén- los homo sacer. Muerte que nadie paga. Ellos que, ni siquiera, tendrán el dulce derecho a ser nombrados más que por el olvido. Porque nombrar a la condición humana rebajada a la categoría de la muerte violenta y olvidada requiere una interpelación profunda al colectivo humano. Cincelado por una estructuración sistémica capaz de estragar a las semillas mismas del origen.
Desnudos de latidos. Ellos cuatro, tenues, desoídos, innombrados, anónimos, en cuyos harapos de piel va naciendo –diría Roberto Santoro- el misterio como un pájaro azul de esperanza.
Edición: 3350
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