Niños calcinados, estado en llamas

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Por Claudia Rafael

(APe).- Dos denuncias previas, en 2015 y 2016. Una internación en Salud Mental. Una medida de abrigo para los niños en un hogar de tránsito municipal. Una seguidilla de violencias repetidas con sistematicidad. Nada bastó. Porque hoy el Estado observa horrorizado, como quien mira extrañado una historia que no le pertenece, el triple crimen de una mujer y sus dos niños en la madrugada del viernes en Olavarría, una ciudad del centro bonaerense.

La historia volvió a repetirse como lo hace una y otra vez en cada geografía. Y el rompecabezas de la vida quedó roto definitivamente cuando algunas de sus piezas fueron destrozadas. Jazmín tenía 11 y Ezequiel, 7. Su mamá, Verónica Angeles Montenegro, 33. Cinco balazos fueron disparados dentro de la casa de Pelegrino, entre Piedras y Tacuarí, en Olavarría. Y un incendio posterior intentó tapar todo. Edgardo Ríos, el papá de los niños y pareja de Verónica, era un violento al que el Estado pudo parar pero no quiso. Y esa violencia feroz fue la que lo llevó a disparar y luego a quemar la casa y los cuerpos y salir a deambular por las calles hasta morir, horas más tarde, dentro de una sala del hospital de la ciudad con el fuego haciendo estragos también en su interior.

¿Cómo se hace para enumerar hechos que son los mismos cada vez? ¿Que cambian los nombres, las edades, los métodos pero la muerte queda instalada como un atroz engranaje de instituciones que aúnan sus ineficacias y sus crueldades en decisiones que repiten?

Hoy la escuela 52 de la ciudad, a pocos metros de la casa, tiene dos bancos vacíos. Y el impacto es el mismo que han vivido los sobrevivientes de holocaustos y guerras impiadosas cuando los alumnos vuelven a un salón de clases y faltan vidas porque una explosión, una bomba cruenta disparada por decisiones milimétricamente establecidas, estalló sobre el puzzle vital y lo dejó inacabado. Las muertes de Jazmín y Ezequiel replican hoy y lo seguirán haciendo en cada uno de los demás niños con los ecos de una violencia incomprendida e inexplicada.

Hubo denuncias en 2015 y 2016. La primera la hizo Verónica y luego, junto a un abogado, la retiró con un escrito. La última fue durante diciembre de ese año y la hizo una empleada municipal. “El le gatillaba en la cabeza como costumbre. A los niños, en pleno invierno los obligaba a meterse al agua a buscar lo que cazaba”, dijeron a APe en riguroso off. Verónica, en un tramo del derrotero de 2016, fue derivada al área de Salud Mental. Jazmín y Ezequiel separados del padre y alojados en el hogar municipal de Tránsito Peñihuen. El paso siguiente fue entregar a los niños a una tía paterna bajo la condición de mantener la medida de restricción de acercamiento al padre.

Pero los engranajes de la Justicia y de las áreas de decisión estatal avalaron este después. Fueron determinaciones del juez de Familia, Claudio García, a pesar de los informes negativos del servicio local de niñez y del equipo técnico del juzgado. El mismo juez que en febrero de este año fue apartado de su cargo por “acoso sexual y violencia laboral” tomó las decisiones que habrían devuelto los niños al mito y el falso estereotipo de la familia feliz. Esa en la que –como plantea el psiquiatra Alfredo Grande- “cuando se pierde la familiaridad, aparece el huevo de todas las serpientes. Familia y familiaridad tienen que estar juntos. Y cuando la familiaridad ya no está en el marco de la familia, la familia no es la solución, sino el problema”.

Porque es ese clásico hogar, refugio de familias sin familiaridad, el que santifica los golpes, las torturas, los empujones al agua helada en pleno invierno, las gatilladas sin balas sobre la sien. Y el que avala, con el santo consentimiento del Estado en cada uno de sus brazos (que ahorcan como boas constrictoras), el triple crimen de una mujer y dos niños.

Hay muertes en manos del Estado que gatilla y muertes a las que el Estado consiente, connive a partir de los permisos y los avales. Muertes que determinan que el rompecabezas de la vida quede incompleto y definitivamente inconcluso.

Edición: 3589


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