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Por Silvana Melo
(APe).- Es la carne de los pibes la que les apetece a los vampiros. La carne fresca, tierna de poca vida, de apenas roce con la atrocidad que el mundo les tiene preparada para una fiesta en la que el banquete será para otros. Son un peligro público. Y para ellos hay pena de muerte en esta tierra. Hay protocolo de disparo. Hay hambre. Hay paco. Entonces que les bajen la edad de imputabilidad un año, dos. A los catorce, a los doce. La condena está puesta en la nuca, como sello de origen. Nada podrá aportar la justicia para empeorar la vida. Están encerrados, sin banderolas de escape. Están a-justiciados. Están des-ocupados.
Los vampiros se disfrazan de pájaros diurnos para cantar sirenamente que no habrá pobreza (hablan del cero como un número vacío y absoluto) y que los justos tendrán justicia. Es decir, los niños y todo el resto de los cesantes del sistema vivirán, morirán, matarán y serán muertos en sus guetos particulares, donde la eliminación será recíproca y el hambre y la bala indulgente tendrán un destino determinante: acabar con el descarte.
Desde hace unos años la gente es más pobre en esta tierra de los alimentos. Hay un millón y medio de chicos con hambre. Gran parte de las mujeres y los hombres no pueden acceder a servicios básicos para la vida. Y mucho menos al placer. El disfrute es un bien suntuario. Y la luz y el agua y la comida más amigable, también.
Es una desgracia la economía para la mayor parte de la gente. La economía que los vampiros tejen y destejen para la elaboración primaria de un futuro para los privilegiados, que excluye a los que siempre miran la fiesta desde afuera. La economía de los patrones y los propietarios. La que los enriquece y los engorda. La que envenena y arrebata el alimento de la multitud anónima, feudo de los dueños, mano de obra sin fundamentos,
colonizada para ser devota de sus verdugos.
Pero tiene su costo la eliminación determinante. A veces brillan en la multitud oscura las luciérnagas de la insurgencia. Y el plan de los vampiros se fisura.
Entonces hay que delinear las estrategias que deslumbran en la tierra en que los capataces incitan a armarse para defenderse del Otro. Este es un país libre, el que quiere andar armado, que ande armado. En la tierra donde la vecindad mata a golpes a un flaco que robó un alfajor y dos paquetes de galletitas. Donde se duerme más o menos en paz después de votar la anuencia al saqueo generalizado de la tierra y de abajo de la tierra y de cualquier sueño que quedara vivo escondido por ahí.
Entonces se dispone en la vidriera del mercado la carne electoral. Los ocho millones de niños pobres de los que habló la Universidad Católica en 2017. El millón y medio con hambre de 2018.
De los trece millones de chicos de hasta 18 años que van y vienen por los barrios del país, muchos matan y muchos mueren bajo la bala desesperante de la propia esquina. Todos fueron abandonados a la buena de dios. Todos condenados por un brazo o por el otro del estado. Que para el desamparo es un pulpo de mil tentáculos.
Un estado que naturalizó para algunos salir a la calle con miedo. Y para otros salir a la calle a buscar el retazo de vida que les pertenece y que le robaron desde el origen. A unos y otros les cuelga el sambenito de la época. El sistema los ladea: le salen caros. No producen. Los saca de la escuela, no les permite trabajar, no los califica, les desdibuja el futuro, les dice que las universidades no están hechas para ellos, les cierra todos los caminos para salir del gueto. Algunos se calzan el uniforme policial y se vuelven parte del sistema tentacular del estado. Otros se quedan en la otra calle. En la de la reacción ante el despojo, en la del caño y el choreo, en la de la muerte aleatoria. La propia o la del otro.
Unicef habla de la mitad de los chicos y adolescentes de 0 a 17 que no están incluidos por alguno de los derechos básicos. Es decir: una casa, educación, servicios, salud. Dos millones de jóvenes de entre 18 y 29 no terminaron la secundaria. Es decir, sus empleos son precarizados o no son. La mitad de los jóvenes no tienen cobertura de salud. Todos tienen muy pocas posibilidades de aspirar a una movilidad social. Si alguno lo logra, será por rabia individual. El sistema supo destruir cualquier mecanismo colectivo incipiente o restante.
Entonces son un peligro público para los bienes privados.
Son ranchadas en los monumentos de la capital. Son pirañas en las calles de las ciudades ricas. Son pobres de toda pobreza siete de cada diez en Salta y Santiago el Estero. Son la contingencia del avance de los apropiadores. Son el riesgo para los privilegiados que se manchan la camisa con el olor del humo y de la piel de calle. Son los hijos de los peruanos, de los bolivianos, de los paraguayos. Son de acá, también. Son las espaldas que reciben las balas, son los pulmones que alojan el paco, son las barrigas que domicilian al hambre. Son los cuerpos que temblarán ante las Tasser.
Para el peligro público hay pena de muerte en esta tierra. Para los chicos y para los jóvenes. Hay protocolo de disparo, hay doctrina nacida de un policía del mismo origen que el chico muerto. Que consiguió trabajo en la industria represiva y al chico muerto le quedó el fatal empleo de la condena.
Entonces que les bajen la edad de imputabilidad un año, dos. A los catorce, a los doce. No es diferencia. La condena está puesta en la nuca, como sello de origen. Nada podrá aportar la justicia para empeorar la vida. Están encerrados, sin banderolas de escape. Están a-justiciados. Están des-ocupados. No votan porque están exiliados de las estructuras. Aunque legalmente les regalen una urna a los 16. Están apuntados por el brazo armado del estado. Son ejecutados por el brazo armado del estado. Están envenenados por el sistema. Están paqueados por el sistema. Están hambreados por el sistema.
Son imputables por estirpe. Condenados por genética.
Qué les cambia a los pibes que les bajen la edad. Qué les cambia una justicia que los mire para juzgarlos. Qué les cambia un encierro más, una condena más.
Comprar el debate de los vampiros disfrazados de pájaros diurnos es comprar su ambición: hacer de los pibes carne electoral. Volverlos el relleno de la extensión de su victoria.
Hay que volver a discutir la criminalidad del hambre. Hay que volver a apuntar a los accionistas de los niños descalzos. Hay que volver a la conciencia de que vienen por ellos porque vienen por la vida.
Volver a la calle, con la multitud anónima descolonizada. Nunca más devota de sus verdugos. Sin niños inmolados como carne electoral.
Semillas de una nueva sociabilidad humana.
Edición: 3789
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