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(APE).- Los niños despatarrados y de pelos chuzos, los jóvenes que caminan al ritmo de un pentagrama de arrabales -redondas, negras y corcheas mueven la tarde- y los educadores de malabares fuimos a la 24° Marcha de la Resistencia de Las Madres de Plaza de Mayo. Al encuentro del mejor tiempo humano producido por esos pañuelos blancos y al viento con miradas llenas de ternuras: leyendas de un tiempo duro de la historia. Marchan -quizás nunca terminen de hacerlo- mientras van golpeando puertas con duros suspiros rotos y quimeras lastimadas como diría Nicolás Guillén.
Estuvieron -en el tiempo del horror- para dar testimonio. El coraje de estas hembras mayores -de luna y calabaza- que han pasado por el ojo de la aguja, cantando-diseñando-resistiendo sobre la cabeza de un alfiler que encendió las miradas y nos devolvieron una democracia que la mayoría de nuestros políticos no quisieron y menos merecieron.
Reprimidas con silencios de goma oscura en la dictadura, paradojalmente no cabían en la democracia amañada y excluyente de fin de siglo. La cuestión es qué hacer con estas Madres, con estas conciencias no quebradas, con esta piel de las que viven y sienten el dolor, allí, en el espacio vacante de los abrazos rotos donde nuestros compañeros no acabaron de vivir.
Ellas giran sin descanso por los hijos y con miedos de fina arena, por los hijos de sus hijos con éxtasis de cigüeña. Ellas rondan en los jueves, despertando charcos de culpa en la mirada del hambre. Celaya diría son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.
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