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Por Silvana Melo
(APe).- “Los chicos del Oeste –dijo el defensor- tienen sólo dos posibilidades: morir o estar presos”. Claudio Salas, a las 2,40 de la mañana del 19 de diciembre, había hecho su aporte para que el estigma del Oeste neuquino cerrara otro círculo. Disparó a la luneta de un coche repleto sabiendo, por lógica irreductible, que iba a matar. Sabiendo que, salvo milagros que no les tocan a los pibes de lejos, un tiro a la luneta es un tiro en la nuca. En una nuca, cualquiera. Esta vez, en la de Braian Hernández. 14 años. Nacido y crecido en el Oeste. Marcado por la maldición del abandono sistémico, la mira policial, el desprecio de la justicia y el alivio de parte de la sociedad que festeja el uno menos.
Hace temblar las piernas el aparato del Estado en Neuquén. Un gobernador de apellido Sapag, un fiscal hijo de carapintada dos veces sublevado (Gustavo Breide Obeid, el héroe de Malvinas que conmovió a Raúl Alfonsín), un policía que dispara a la nuca, una institución que lo protege, un juez que lo deja en libertad. La ciudad mira con desconfianza el sótano donde el sol va a esconderse todos los días. El Oeste es el lado residual de Neuquén. Donde viven los pobres. Nacen, crecen y mueren de un disparo por la espalda. O van presos. Como la fatalidad del defensor de Claudio Salas, policía, nacido en 1976, tuerquita perfecta en el mecanismo del exterminio. Salas disparó alegremente a la luneta –a la nuca- porque estaba en el Oeste. Y era una calle de tierra del barrio San Lorenzo. Donde los pibes mueren o van presos, según su defensor que intenta exculparlo de aquello que es un sino inexorable. Y Salas es un engranajecito más en el mecanismo.
Las 3 de la mañana
Elizabeth Hernández tuvo a Alejandro a los 16 y a Braian a los 18. Es muy joven y de pronto la vida verdadera, la que tose sangre, la que se cuelga injusticias del cuello, se le abrió como un telón brutal. “Yo vivía despreocupada, sin sentirme afectada por la inseguridad ni por las cosas que por ahí escuchaba que les pasaba a los chicos con la policía”. Ella consideraba que se ocupaba de los suyos. Y eso era suficiente.
El 19 Braian (no Brian) había egresado de la primaria. “Fue primer escolta de la bandera provincial”, dice a APe y se le ensancha la garganta. Por eso “lo dejé festejar todo el día. Que hiciera lo que quisiera. Y a las diez de la noche se sentó en la computadora en lo de mis viejos, que viven atrás de mi casa”. Elizabeth se fue a dormir hasta que a las 3 de la mañana la despertaron los gritos y la voz de su vecino. “Los chicos chocaron”, le decía. Ella se levantó, miró a su alrededor y Braian no estaba. La puerta de la casa de sus padres estaba entreabierta. Braian no estaba. La PC quedó abierta en el Facebook, donde todos se convocaban para la gran aventura: sacar la cupé Fuego del padre de uno de ellos (el vecino que gritaba) y salir a averiguar la vida. Todos tenían entre 13 y 15 años.
Dieron varias vueltas hasta que encontraron otro, mayor, que manejara. Sin carnet y con algún antecedente, causal fundamental para que acelerara cuando vio el patrullero. Eran las tres menos veinte de la mañana: el móvil JP 99 pidió colaboración para detener una cupé Fuego con vidrios polarizados. En ese patrullero iba Salas. Elizabeth relata lo que oyó de los chicos: que el patrullero apagó todas las luces y subió a la vereda para esperar que pasaran. Y luego los iluminó y arrancó. “No les hizo ni señales, ni gestos”, asegura.
Se paralizaron de terror cuando sintieron el impacto en el auto. Pero no se dieron cuenta de que Braian estaba agonizando. Cuando los frena el cordón, los policías los arrancan del auto. Las cupé tienen dos puertas, es decir que los que iban atrás salieron trabajosamente o de los pelos por el agujero de la luneta que Salas rompió para destruir huellas. Braian cayó “como una bolsa de papas al piso, lo sacaron como a un perro muerto del auto”. Elizabeth dice que Salas se apretaba la cabeza y decía “Maté un menor”. Después, la historia del arma (plantada), el fogonazo (que después era la luz de un celular) y el disparo porque eran “ellos o yo”. Ninguna pericia pudo comprobar que en la Fuego hubiera armas o drogas. Sólo chicos paralizados de miedo con el anatema sobre la cabeza: muertos o presos. No hay otro destino para los pibes del Oeste.
Su madre creyó, hasta horas después, que la policía lo tenía en un calabozo. Y gritaba por él ante rostros imperturbables. Cuando le dijeron que había un chico herido en el Hospital Castro Rendón, a ella se le heló el alma. “Allí van los casos más graves”, dijo. A las 8 recién (“a las 2,40 había recibido un disparo mi hijo”) un médico le dijo que fuera a reconocerlo. “Tenía la carita bien, porque el balazo fue en la nuca, pero estaba lleno de caños y cables. El médico me dijo que estaba en coma irreversible”.
Llamen a la policía
La primera reacción de ella, inconsciente de los monstruos que acechan, fue “y por qué no viene la policía, por qué no la llaman, ¿fue un delincuente? ¿le quisieron robar el celular? ¿quién? Si él jugaba a la pelota, a la bolita, si él no tenía bronca con nadie, cómo un delincuente le va a pegar un tiro en la nuca, ¿qué hace la policía que no viene?”. Fue el vecino, el dueño de la cupé Fuego, el que se lo dijo. “Fue la policía la que le disparó”.
“Se me hizo un vacío enorme. Era un golpe tras otro. Como si me golpearan con un bate”. Después, el mecanismo sistémico de exterminio puso en marcha su operativo de propaganda. El arma, el fogonazo, el asalto a un supermercado, drogas, una banda criminal suelta por el Oeste. Y la sociedad que reacciona y la víctima se convierte en el victimario del que disparó. A la luneta, a cualquier nuca de 13, 14 años, a mansalva, con el sabor embriagante de la impunidad. “Mi hijo no era un delincuente y además de matarlo le destruyeron la imagen”, dice Elizabeth. Si Braian hubiera consumido, robado, golpeado o asaltado, su nuca destrozada por un disparo artero sería el mismo trofeo en el estante de las injusticias.
La otra vida
El 15 de febrero el juez Marcelo Muñoz decretó la falta de mérito de Claudio Salas. Y lo dejó en libertad. “El está libre y nosotros nos estamos yendo de Neuquén”, confesó Elizabeth Hernández a APe. “Se nos plantan en la puerta de casa autos con los vidrios polarizados. Y nosotros sabemos bien el prontuario de Salas”.
Ella está convencida de que la policía de bala ligera se acelera en el Oeste porque allí se mixturan y se asocian y se pierden las fronteras. Las policías bravas de Neuquén, de Río Negro, de Mendoza, de Buenos Aires y etc etc se tocan y se abrazan todo el tiempo con la ilegalidad y con la muerte. “En el Oeste vive la mayor parte de los neuquinos. Y es marginal y pobre porque le conviene al gobierno de Neuquén”.
Elizabeth tiene 32 años y acaba de nacer por segunda vez parida por el sacrificio de su hijo. Esta otra vida suya será más árida y más cruel. Ahora sabe. Sabe que nadie está a salvo de las esquirlas sistémicas, de la maquinaria de eliminación, sabe que ningún pibe, con familia buena o sin ella, en calle de tierra o con zapatillas de marca, está a salvo en el Oeste.
Porque hay siempre alguien que dispara a la luneta. Que vuela una nuca de 14 años. Y que queda en libertad.
Edición: 2393
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