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Por Sandra Russo
(APE).- Nada menos que el 60% de las muertes infantiles que tienen lugar en la Argentina podría evitarse “con diagnósticos y tratamientos oportunos en el embarazo, en el parto y en los recién nacidos”, según el Ministerio de Salud de la Nación. Es decir: son prevenibles, son evitables. Se concluye: son de responsabilidad social y política.
Desde la Sociedad de Pediatría, Hugo Sverdloss opinó que “para revertir la situación se requiere un mejor sistema de vacunación, de alimentación, de atención primaria de la salud, una distribución apropiada de la riqueza y una óptima instrucción de las madres”. El pediatra insistió además en que “en la Argentina el problema no radica en la falta de alimentos sino en su mala distribución, ya que gran parte de los productos elaborados en el país son vendidos en el exterior a precio internacional”.
En provincias como Mendoza, donde la situación de la mortalidad infantil estaba experimentando una tendencia a la baja, los indicadores se revirtieron recientemente, lo cual exige una lectura atenta de organismos oficiales y privados. Es decir: los números mejoran en lo macro, hay superávit, pero las vidas concretas de miles de niños y niñas pobres se terminan antes de tiempo por desidia. Porque no es otra cosa que desidia política no ir al nudo de la cuestión del hambre. No puede haber excusas, simplemente no las hay. El hambre es un mal que ataca hoy y ahora y que no resiste ni estrategias ni planificación, ni alianzas ni peleas, ni roscas ni burocracia. Si alguien quiere concentrar poder, ¿qué objetivo tendría ese poder si niños y niñas se siguen muriendo de hambre? ¿Qué otra prioridad puede imponérsele a la de las vidas que se escurren porque este país no alcanza a facilitarles el acceso a una mínima dignidad?
La persistencia del hambre desnuda el uso negligente del poder.
Fuente de datos: Diario Los Andes - Mendoza 19-07-05
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