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Por Claudia Rafael
(APe).- Ella no lo sabe. Sandra Gómez no puede saberlo. Aquella otra mujer está tan lejos de ella. De sus días hachados por la desesperanza y la terquedad de la ausencia que llegó para quedarse definitivamente. Cuando Sandra Gómez dijo a APe que “siguen matando pibes como si cazaran pajaritos en un campo” no podía saber de aquel poema, que alguna vez fue nicaragüense hasta las entrañas, que contaba que las madres los encontraban llorando por un pájaro muerto y más tarde también los encontraron a muchos muertos como pájaros. Es que a Sandra Gómez, como a su hijo Omar Cigarán –que fue condenado a entender que la entera duración de la vida alcanza apenas 17 años-, el sistema les expropió la poesía junto a tantas otras pertenencias y derechos. Cada quien, diría Rosa Bru, tramita el dolor como puede.
Con el tiempo que le resulte necesario andar para lograrlo. Con los días que el mismo sistema cruento le haga parir la seguidilla de rabias, golpes, rechazos y desencantos.
A distancias siderales, el criminólogo Stanley Cohen empieza a plantear en los 80 que “el control social es, por una parte, el aparato coercitivo del Estado o un elemento oculto en toda política social”. Y Juan Pegoraro complementa: los mecanismos de control apelan a la cooptación, a la desmoralización, al encierro, a la exclusión, al aniquilamiento. Aún más, una de las propuestas de Pegoraro apunta a entender el control social como la estrategia tendiente a naturalizar y normalizar un determinado orden social construido por las fuerzas sociales dominantes.
En ese sendero de dominaciones y determinaciones sistémicas, nacen madres en los rincones. Que plantan bandera. Que se transforman y transforman. Que lloran en las grietas de sus días y luego salen a la calle con la pancarta que grita su dolor y vuelca sabidurías que les fueron naciendo en el vientre vacío.
“Yo era la mamá de cinco hijos, preocupada por vender ollas, que sabía que una olla eran siete ladrillos para revestir la casita. Que creía que la solidaridad pasaba por prestar un vaso de azúcar a la vecina. Ahora sé que la solidaridad es otra cosa. Y me hubiera gustado tanto poder aprenderlo y transformarme de la mano de Miguel…”. A 20 años, la búsqueda no se detiene. Y Rosa, la mamá de Miguel Bru, siente que cada nueva muerte por violencia institucional “se hace carne. Y lo primero que vivo –dice a APe- es una terrible impotencia. La misma impotencia que me regresa a 20 años atrás”. A aquellos días agrios del 93 cuando a Miguel lo engulleron los monstruos –tan reales, tan concretos, tan institucionales ellos- y ya nunca volvió a verlo ni a abrazarlo.
Muy lejos de Rosa, Ely Hernández –la mamá de Braian, ese niño de 14 asesinado por el policía Claudio Salas de un balazo en la nuca- se remonta a los días en que la vida fluía con risas a su alrededor: “Yo vivía despreocupada, sin sentirme afectada por la inseguridad ni por las cosas que por ahí escuchaba que les pasaban a los chicos con la policía”, decía a APe un año atrás. Ayer, en tanto, en entrevista con esta agencia contaba que “la vida cambia totalmente. Uno tiene que aprender a organizarse para poder acceder a derechos. Y después sostenerlos. Y defenderlos. Porque todas las víctimas de la violencia institucional tenemos derecho a participar de la investigación. A que se nos brinde toda la información y a que se nos reivindique como víctimas”.
-¿Qué te pasa por dentro cuando ves morir a un pibe en circunstancias similares a las de Braian?
-“Duele. Es pura impotencia. Pero te juro que no me mata. Me hace más fuerte. Y siento la necesidad de buscar a esas otras familias y pedirles que se organicen como hacemos nosotros. Y por eso estamos formando algo que permita que otras familias que atraviesan las mismas circunstancias no tengan que pasar lo mismo que pasamos nosotros”. Ya transcurrieron trece meses y nueve días desde que Salas (al que la semana pasada, en segunda instancia, le confirmaron la condena a perpetua) levantó su arma reglamentaria y disparó con un plomo brutal a la luneta de un auto cargado de chicos y destrozó la vida de Braian. Que tuvo su entera vida condensada en apenas 14 años.
Son niños, son jóvenes. Como Omar Cigarán, el hijo de Sandra Gómez y Milton Cigarán, al que un balazo fusiló once meses atrás, en La Plata. Para Sandra –describía a APe en la tarde oscura y nubosa de ayer- todo es “bronca, impotencia, mucho dolor. También mucha tristeza. Porque el Estado no te ayuda. Yo luché, pedí mucha ayuda, incluso días antes de la muerte de Omar y nadie, nunca, me ayudó. El 14 de febrero allanaron mi casa. Me dijeron cuando venga ese guacho hijo de puta entrégalo a la comisaría o mañana lo tenés muerto. El 15 de febrero, al día siguiente, Omar salió, le armaron una cama y me lo mataron. Incluso pusieron ahí un cana de Quilmes porque los de acá no lo podían tocar”. Ese policía se llama Diego Flores. Es un sargento. El balazo impactó de lleno en la espalda de Omar, que tenía apenas 17 años. Cinco menos que Miguel Bru. Tres más que Braian Hernández.
“Yo sólo quiero justicia. Quiero que Diego Walter Flores pague el daño que me hizo y que me diga en la cara por qué me lo mató. Si Omar no sacó un arma. Si Omar sólo dijo `no me tires, soy menor`. Pero Diego Walter Flores me lo mató. Si mi Omar hubiese matado, estaría preso pero este señor Flores no porque es policía. Y siguen matando pibes como si cazaran pajaritos en un campo. Me lo mataron el 15 de febrero. Me lo entregaron el 19 todo sucio. Ni siquiera me pude despedir de mi hijo. Su papá lo tuvo que lavar todo para que vaya limpio al cajón. Por eso yo me pregunto por qué tanta maldad. Y al día siguiente de que me lo entregaran, el 20 de febrero, Omar cumplió sus 18 años”, siguió Sandra.
La Plata respira historias de institucionalidades violentas, que escupen rabia y muerte. La ciudad tiene tatuados en su ADN los lengüetazos fríos y certeros del ensañamiento pertinaz. Apenas un par de meses atrás el policía Gabriel Benjamín Yuguet (con ropa de civil como Diego Flores) levantó su arma contra otro Braian, un chico de temblorosos 16, de apellido Mogica. Mientras la capital de la provincia más populosa del país celebraba con bombos y platillos sus 131 años, la vida de Braian “Toti” Mogica se deshacía en los márgenes hasta desaparecer. Con un trozo de plomo en la espalda. Yuguet sólo fue convocado como testigo por la fiscalía.
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Ely Hernández fue mil veces parida por su pequeño Braian. Mientras habla con APe, está reunida con otros familiares de víctimas del Estado. Con la hermana de Sergio Avalos, estudiante de Economía desaparecido en Neuquén en junio de 2003; con familiares de Carlos Painevil, desaparecido en la misma provincia en junio de 2012; con Vanesa Orieta, hermana de Luciano Arruga, que desapareció el 31 de enero de 2009, en La Matanza.
Ely no deja que el dolor la encorsete hasta ahogar y elige caminar de la mano de todos ellos. “Más allá de que hay actores materiales –analiza junto a APe-, hay actores sistemáticos. La impunidad es la respuesta de estos poderes. Y la justicia y el poder político son los responsables ideológicos del exterminio de los pibes pobres. Porque son ellos los que se benefician con eso”.
En ese largo camino es que “nos estamos organizando. Primero para reivindicarnos como víctimas de una realidad. Y, además, para que se visibilice el problema y, a partir de eso, poder avanzar en políticas que hagan realidad nuestro deseo de que dejen de matar a nuestros pibes. Sabemos que nos estamos enfrentando a lo más podrido de la sociedad. Y por
eso entendemos que la única forma de defender los derechos humanos es mantener nuestra independencia de todos los gobiernos, partiendo de la base de que el Estado es el único que puede violarlos. Aunque teniendo en claro que formamos parte de las luchas de los trabajadores y abrazamos sus banderas de la misma manera que ellos abrazan las de nuestras familias”.
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En “Derechos humanos: entre violencia estructural y violencia penal”, Alessandro Baratta reconstruye cómo para Marx “la discrepancia entre condiciones potenciales y actuales de vida depende de la contradicción existente entre el grado de desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas y las relaciones de propiedad y de poder dominantes en la sociedad. Las relaciones injustas de propiedad y de poder impiden la `manera humana` de satisfacer las necesidades”. Y complementa con John Galtung: “la discrepancia entre situaciones actuales y potenciales de la satisfacción de las necesidades es efecto de la injusticia social”. Una injusticia social que es sinónimo de violencia estructural. Y en la que los niños de las vulneraciones y la marginación salvaje son cazados como pajaritos en el campo.
Edición: 2619
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