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Por Oscar Taffetani
(APE).- “Dale un pez a un hombre -dice un antiguo proverbio chino- y comerá un día. Enséñale a pescar y comerá toda su vida”. Una engañosa discusión reaparece, entre los llamados neomalthusianos por un lado y los impulsores de las doctrinas de Derechos Humanos y abogados de los pobres, por el otro.
Los primeros, de manera bastante hipócrita, se apoyan en el proverbio chino que citamos para criticar los programas de ayuda internacional contra el hambre, argumentando que en lugar de enseñar a pescar los países desarrollados están regalando un pez, lo que mitiga el hambre de los pobres, pero nada más.
Es hipócrita el argumento, porque esconde un pensamiento de fondo tan criminal como inconfesable: dejemos que unos cuantos millones se mueran de hambre, hasta que su dirigencia se despierte y -por fin- les enseñe a pescar...
Del otro lado (donde se supone estarían los buenos de esta historia) tampoco la ética ilumina los corazones. Muchas campañas de ayuda humanitaria están condicionadas al acatamiento político o económico de los países que las reciben, como se ha denunciado varias veces.
De cualquier modo, hay un principio ético incontrastable, con el que la redactora de la FAO Terry Raney ha respondido a esas críticas: “la dependencia y otros males atribuidos a la ayuda internacional no pueden utilizarse como excusa para detener la asistencia".
Es que debajo del debate “panza llena” entre neomalthusianos y humanitaristas, lo que hay es una lacerante realidad: 854 millones de personas padecen hambre crónica, en todo el mundo. La cifra, anonadante, se renueva año tras año, ya que los individuos que mueren son reemplazados por otros, que también llevan en sus cuerpos el estigma del hambre.
Ahora bien, una parte de los hambreados del mundo -lo vemos cotidianamente, en las noticias- busca oportunidades de vida y desarrollo en el Norte. Ellos, librados a su suerte, quieren aplicar el proverbio chino y aprender a pescar. Su sueño, calcado del sueño dominante, es convertirse en “patrones”, aventajar al resto, “salvarse”.
Pero la hipocresía del Norte, inconmovible, los invita a olvidarse de su sueño, a volver a casa y esperar allí la caja con ayuda alimentaria...
Dónde está la multiplicación de los panes y los peces que prometía la agricultura transgénica, nos preguntamos. Hasta ahora, sólo vemos que multiplica las ganancias de unos pocos, mientras expulsa de los campos a millones de campesinos, desertiza las tierras y no ayuda a erradicar el hambre del mundo.
Hay un pensamiento que vuelve y vuelve a nuestra cabeza, y que de tan obvio puede resultar insultante: se trata de dar al hambriento ese pez que necesita; y junto con el pez, enseñarle a pescar. Además, se trata de que el hambriento deje de ser un hambriento, un número en la lista del hambre, y pase a ser un hombre o una mujer, dueño del río y de todos los peces, dueño del mar, de la tierra y del fruto de su trabajo.
El pan y el libro. La sopa y la escuela. Y un sueño de verdad, de redención y de belleza compartida.
¿Podrán los satisfechos del mundo acabar con el hambre? ¿Podrán acabar con la ignorancia y el atraso de gran parte de la humanidad? ¿Podrán ayudar a que se cumpla el verdadero sueño?
¿O es que han aparecido nuevas objeciones? ¿O tienen acaso una nueva “propuesta filosófica”?
La hipocresía, a veces, nos duele más que el crimen.
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