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Por Silvana Melo
(APe).- Gastón venía del barrio Solidaridad. La noche de Salta desconfía de sus arrabales. Más aun cuando tres pibes se suben a un remis para volver desde esa noche al barrio del confín.
Gastón se murió a los quince años. Se murió de los puntazos que le dio un remisero que le desconfió de puro origen. Se murió porque cayó en una salita donde el médico tenía licencia. Sin reemplazo. Se murió porque el enfermero –que no es médico- le dio el alta. Y no vio los agujeros en el pecho y en el costado por el que la vida se le escapaba a Gastón como un airecito imperceptible. Se murió porque la vida es eso para los pibes pobres: un hálito de mariposa, que se corta de nada. Con una faca filosa del que los mira como a un otro amenazante. Con el punzón letal del Estado cuando huye y abandona a la buena de dios al que cae, pobre, en la Salud que dejó de ser pública hace tiempo. Que se puso pobre como los pobres. Para los pobres.
Dice su amigo, el que puede hablar (el otro tiene un puntazo en el estómago), que Gastón se bajó a pedir dinero a su madre para pagar el viaje. Dice su madre que habitualmente lo hacía. Dice el remisero que no le quería pagar. Dice la mala fortuna que Gastón vivía en el barrio Solidaridad y eso lo volvía sospechoso de toda sospecha. Sería moreno y de flequillito marcado con gel. O tendría piercings sobre el labio superior. O se habrá calzado la capucha del buzo. Y el remisero tuvo miedo. Miedo de perder quince pesos de un viaje. Miedo de que lo asaltara poniendo el dedo índice bajo el buzo y encañonándole la espalda con la uña. Miedo porque era un pibe del barrio Solidaridad. Miedo porque era un pibe. Miedo porque era un otro.
Entonces le clavó la faca en el pecho. Una, dos veces. La tercera en el costado, cuando Gastón atinó a darse vuelta para huirle.
Como pudo anduvo hasta su casa, cortando con sus tumbos el espesor de la noche.
Llegó con su madre a la salita y no había médico. Estaba de licencia. El enfermero, dice su madre a El Tribuno, “le hizo una prueba con oxígeno y le dio el alta”. Volvió a su casa, con los agujeros en el cuerpo por donde, de a poquito, se le iba escapando la vida. Dos horas después el hilito de luz se le iba apagando a convulsiones. Entre su familia y sus vecinos lo sacaron a la calle. Y lo llevó un patrullero otra vez al mismo centro de salud. Donde el médico seguía de licencia. Se murió como se mueren los pobres. Con heridas que nadie ve. Sospechado por niño. Acusado de todos los males. Condenado a una silenciosa y prolija pena de muerte.
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En La Rioja, dice El Independiente, “buscan terminar con la problemática de los niños en situación de calle”. Para eso la ministra de Desarrollo Social, Teresita Madera, anunció la puesta en marcha de un programa “que va a contar con operadores para poder levantar a todos los niños” en esa situación. De calle. Es decir, “levantar” a todos los niños confinados a dormir al techo de la luna y la escarcha por el sistema que ella misma sostiene. No explicó, Madera, qué acciones incluye levantar. Verbo de connotaciones policiales. Ni qué harán con los niños que levanten. Qué mundo les cambiarán para que su vida sea otra. En un mundo que también sea otro. Los niños en esta situación (de calle) “corren un montón de riesgos, por accidentes, abuso”, dice Madera, “cuando en realidad tienen que estar estudiando”. ¿Cómo se levanta a un niño que es y está en la calle y se lo pone a estudiar? ¿Se lo levanta de su esquina, se le lava la cara, se le moja el pelo, se le calza una mochila, se lo deposita en la escuela y ya el mundo es otro y es otra su cabeza y su deseo y su angustia? Lástima que la señora Madera Teresita, Ministra de Desarrollo Social de La Rioja, no explica cuál será la metodología de los “operadores que levantarán a los niños en situación de calle”.
Porque las brujas y los fantasmas dan miedo cuando la noche no tiene paredes. Y a veces llegan, fantasmas y brujas, en autos ministeriales.
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Tres millones de niños y jóvenes viven en hogares hundidos en la pobreza. El 36 % de los chicos que brotan como hormigas antes de la lluvia por las barriadas del conurbano. Y el 52,1 % de los que viven en Tucumán.
Más de la mitad de los pibes de Tucumán camina por una orilla terrible. Por un borde que se afina y se pierde de pronto. A muchos se los traga el pedacito de futuro que aparece ahí, cuando se da apenas un paso. Dice La Gaceta que Erica encadena a su hijo de 16 para que no salga a robar por paco. Fumar es como comer trizas de cristal. Rompe, corta, destruye por donde pasa. Envenena. Hace desastres el paco en Tucumán. Y los chicos se mueren. Y Beatriz Alperovich les dice a sus madres “al menos ahora vas a dormir tranquila porque tu hijo no está más en la calle”.
Gracias a que la herramienta de eliminación de excedentes es eficaz.
Y puede reemplazar a la policía ligera, que suele ser más escandalosa.
Edición: 2274
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