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Un edificio derruido en Alto la Sierra, Salta
Concurren 600 niñas y niños a la escuela salteña de Alto La Sierra. De adobe, con décadas de existencia, creció a fuerza de reclamos que la etnia wichí fue haciendo incesantemente. Ahora está tomada por pobladores, docentes y alumnos para reclamar por su estado. Con baños destruidos, con pozos hundidos, con paredes que se caen y techos volados.
Por Claudia Rafael
(APe).- Son 600 los niños y las niñas salteños que día a día asisten a la escuela 4555 Rosario Vera Peñaloza, de Alto La Sierra. Niñas y niños con los ojos rasgados y la tez oscura. Niños y niñas wichí que confluyen en las aulas con los criollos del lugar. En una unidad educativa que supo ser escuela-rancho y que tras décadas en las que no faltaron los reclamos y las huelgas de hambre, se logró la ampliación y edificios con jardín, primaria y secundaria. Hoy, una vez más de tantas, la escuela está ocupada por docentes, alumnos y pobladores porque no se puede funcionar con dos baños destruidos, con un comedor que está al borde del derrumbe, con una cocina de adobe derruida y un depósito, también de adobe, al borde de desplomarse.
Cambian los gobiernos y la política de Estado sigue sosteniendo esas vidas en el olvido. Como una decisión de disciplinamiento en el ostracismo. “Estamos en un rincón del país y siempre hemos vivido en abandono”, cuenta a APe el cacique Asencio Pérez, de la etnia Wichí Lhantawo, que significa indios que vinieron de la lhantaj, de la greda, de la tierra roja.
Alto La Sierra tiene unos 4000 habitantes, wichí y criollos, en una convivencia que muchas veces tiene altibajos. Pero que los encuentra en el mismo pueblo con calles de tierra y casas de adobe, con una señal de wifi que demasiadas veces los aísla del mundo, con un hospital con un único médico, con las crecidas del Pilcomayo que los deja huérfanos de toda ayuda y de todo vínculo con el mundo exterior. En los alrededores de Alto La Sierra la tala sigue siendo una realidad constante. Entonces no es producto del azar esa sequía cada vez más intensa. Los vientos más potentes y las inundaciones más desbocadas. No hay árboles que frenen las violencias de la naturaleza. En una escenografía que, en círculo feroz, se repite año tras año.
“Se llevan la madera y el Estado no ve. La fiscalía tampoco ve. Se llevan palo santo, quebracho colorado y blanco, guayacán. Se llevan la madera a las fincas para hacer creer que es de allí, aunque ya no tienen madera, entonces claramente es la tala ilegal en nuestros territorios”, describe el cacique Asencio.
Cuando se le pregunta al referente Wichí Lhantawo cuándo fue creada la escuela que ahora mismo está ocupada, él se transporta como toda respuesta a su propia infancia. “Tengo 57 años y fui a esa escuela a los 10, donde aprendí a hablar castellano. Estuve ahí hasta los 13 ó 14. Allí me recibí de la escuela primaria. Era en ese tiempo una escuela rancho. Luego nos fuimos a Tartagal a trabajar y cuando volví, con unos 23 años, ya era poblado. Entonces nos fuimos a Salta e hicimos huelga de hambre. Eran los tiempos de Menem como presidente y de Romero como gobernador. Ellos se enojaron por la huelga de hambre. Aunque después nos dieron la razón y se construyó la escuela. Pero ya el edificio queda chico. Durante el gobierno de Urtubey volvimos a protestar. Y hace dos años nos hicieron el edificio que otra vez es chico. Y encima está destruido”, responde Asencio.
Como un mantra
Cada año, como un mantra que nadie escucha, se repiten los reclamos que –detalle más, detalle menos- siguen siendo eternamente los mismos. Hacia mayo de 2023, el cacique Wichí Lhantawo Julio Díaz denunciaba en diálogo con Salta/12 que “gestionamos la ampliación de la escuela más un salón comedor, porque los chicos están a la intemperie y cuando llueve no se pueden resguardar. También un salón para los actos y cerramiento perimetral. Finalmente, el arreglo de los sanitarios, porque ni siquiera los docentes tienen baños. Los chicos usan espacios sucios y las nenas, de 12 o 13 años, tienen infección urinaria”. Esa realidad continúa sin encontrar solución.
Un fuerte viento volteó esta semana las paredes de la cocina. Las chapas del techo del edificio escolar apenas se sostienen. Y ya no hay modo de continuar con la elaboración de comidas en las ollas de grandes dimensiones que se calientan con leños ardientes. Y que permiten compartir frangollo con carne o un locro de trigo o de maíz.
Hay niños pequeños –aporta el cacique wichí inäte Sandro Maza a APe- que dan sus primeros pasos en el jardín de infantes. Son 117 pequeños divididos en cuatro salas entremezclados en dos aulas. El resto fatiga sus días entre la Primaria y la Secundaria. Y más tarde, un bachillerato para adultos.
Todo a la vista
Alto La Sierra se alza unos 600 kilómetros al noroeste de Salta capital. Y a unos 70 de Santa Victoria Este. Es un territorio en el que la comunidad wichí sigue pugnando por sostener aquellas antiguas costumbres que son medulares en su modo de entender la vida.
“En la comunidad se vive del monte. Se busca miel, se vive de la pesca, de la caza en las orillas del Pilcomayo”, dice el cacique. Pero también, con el dolor por una realidad acuciante, reconoce con su voz cansina que “lamentablemente, tengo también que admitir que hay muchas adicciones, inhalan nafta… Es muy triste lo que vivimos. El gobierno lo sabe. La fiscalía lo sabe. Pero nunca hacen nada. Hay muchos que se dedican al tráfico de drogas, que viven allí, que lo hacen frente a las narices de la policía, de la gendarmería, pero nunca hacen nada. El gobierno nunca hace nada. Y la corrupción es muy grande”.
La ausencia de futuro se plasma en la falta de derecho a la salud, a la educación, a la seguridad. Asencio afirma que “no tenemos derecho a nada. Desde chico uno ve lo que es la injusticia. Y uno ha luchado para tener colegio. No ha sido porque los políticos son buenitos y nos hayan preguntado qué es lo que queremos. Ha sido por nuestra lucha. Y cuando uno lucha o manifiesta, siempre nos acusan de que somos malos. Tratamos de luchar por lo que es una injusticia. Queremos que el Estado provincial o nacional vean la realidad. Eso es lo que pedimos. Todo está a la vista”.
Milagro de alfarería
Unos y otros comparten la vida lejos del ajetreo de un mundo que no los mira. Y resisten desde tiempos inmemoriales en ese territorio que la avidez planificada tornó árido. Donde el corrimiento de la frontera agropecuaria arrasó los montes y son pocos los que subsisten. Con una vida que fue saqueada de su farmacia natural, allí donde recogían la miel y las hierbas que calman los males, alivian la tos o abren los pulmones para poder respirar.
Con sus paredes que entremezclan arcilla y arena, la escuela Rosario Vera Peñaloza –mientras subsista- cobija todavía los sueños de aprender y de amasar futuro. Magia del pueblo en las aulas, decía la canción que cantaba la Negra Mercedes Sosa para Rosarito Vera. Milagro de alfarería, sonrisa de la mañana. Donde las niñas y los niños, a más de 1700 kilómetros de la ciudad donde se alzan los despachos de un dios que no les suele escuchar plegarias, se sientan cada día haciendo ronda alrededor del enorme algarrobo. Para compartir historia, para construir saberes, para amalgamar los sueños de resistencia que deberán seguir naciendo. Para ser. Para vivir. Aunque haya que desandar demasiada crueldad y demasiado olvido.
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