¿Marchando por un sueño?

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Por Alfredo Grande

(APe).- Siempre sostuve que es necesario diferenciar entre matar y asesinar. Matar siempre es en defensa de la propia vida. Obviamente, la “defensa de la propia vida” no es una abstracción. En cada situación concreta hay que determinar cuando la vida está en peligro. No es un absoluto. Tiene un fundante ideológico y político. El peligro, como no podría ser de ninguna otra manera, está atravesado por la lucha de clases.

Para la clase con capacidad de ahorro, el corralito decretado por el des gobierno de la “Alianza” fue una situación de máximo peligro. Para las clases sin capacidad de ahorro y sin capacidad 

de satisfacer necesidades básicas, el peligro es el gran corral que implica ingresos que no llegan y precios que se escapan. Pobreza e indigencia son lo mismo, porque venimos cuesta abajo en la rodada, y la planta baja es apenas el zaguán del subsuelo. Matar no es solamente, aunque también, la eliminación física. El extremo límite es la guerra, donde se mata. Pero también se asesina, y los códigos de guerra (cinismo mediante) lo prohíben. Hay criminales de guerra, algunos incluso juzgados y condenados. Hay criminales de paz, habitualmente impunes. Hay asesinos por naturaleza.

La naturaleza cultural represora donde la práctica cotidiana del exterminio hace de nuestra democracia constitucional una remake del Parque jurásico. La cultura represora asesina: planifica y naturaliza la muerte de personas. Pero también de las tierras, de las aguas y del aire. Eso que llaman contaminación ambiental. Cuando los asesinos salen de los despachos, de las guaridas de senadurías y diputaciones, de las pirámides del poder ejecutivo, de los palacios de esos que llaman justicia, entonces pocos, demasiado pocos, son juzgados. Y pocos, demasiado pocos, casi ninguno, son condenados.

De la Rúa fue sobreseído por los asesinatos del 21 de diciembre del 2001. Algunos de los que hicieron tiro al blanco con los manifestantes valientes y esperanzados en que “piquete cacerola, la lucha es una sola”, están condenados.

Del asesinato de Kosteki y Santillán sólo los verdugos fueron condenados, pero los planificadores de la masacre siguen gozando del vellocino de oro de la sagrada impunidad. La diferencia entre matar y asesinar es difícil, pero no es imposible. Y si lo fuera, es porque en el marco de la cultura represora, los cambalaches son otra de las formas de la impunidad. Si no hacemos esa diferencia, que no es sutil, sino fundante, condenaremos inocentes y los culpables seguirán jurando cuando se transforman en funcionarios. El médico enfrentó a su atacante y lo mató. No lo asesinó.

Obviamente, matar tiene consecuencias, incluso jurídicas. Pero no podemos sancionar que la víctima se defienda. La mujer golpeada, maltratada, y finalmente asesinada, no pudo desarrollar los mecanismos para sostener su legítima defensa. La cultura represora condena matar mientras planifica asesinar.

Los tarifazos, la inflación de lo básico para vivir, el accionar policial que retoma sus prácticas habituales de exterminio, son formas disfrazadas, aunque tampoco demasiado, de esa costumbre de asesinar. Que en la cultura represora nunca se va a acabar. Los victimarios, muchos de ellos funcionarios amparados en ese caballo de Troya que algunos llaman Estado, otros cuentapropistas y monotributistas del delito, se suman y multiplican para que la vida siga siendo un blanco móvil, como escribiera el poeta.

El pacifismo fundamentalista sólo sirve para desarmar, incluso subjetivamente, a todas las víctimas. Y para empoderar a los victimarios. Inoculan culpa en las víctimas por defenderse, mientras los victimarios siguen anestesiados en su culpabilidad. Cuando las víctimas toman conciencia de clase (en sí y para sí) se organizan para pasar de la queja y llegan al combate. Que muchos victimarios se disfracen de víctimas, es una estrategia tan antigua como las cuadrigas romanas, hoy actualizadas en la remake de Ben Hur. Pero la diferencia entre víctima y victimario es fundante y hay que sostenerla.

Víctima no es pasividad. Justamente: la conciencia de pertenecer a la clase de las víctimas permite el acto colectivo del combate. Muchas y muchos victimarios, que pactaron con el diablo menemista, hoy se presentan como las víctimas del regreso de los malditos 90. Pero esos árboles putrefactos, no me impiden ver el bosque de arbustos fragilizados y precarizados, que sólo encuentran en las calles su espacio de combate.

Por eso creo que tenemos que pisar nuevamente la calle de lo que fue la argentina ensangrentada. Marchar siempre. Desfilar nunca. Convoca la necesidad y el deseo. Convoca esas ansias casi siempre de combatir y reprimir al represor. Aquellos y aquellas que nunca harán ninguna autocrítica de su responsabilidad en lo que ahora critican, no tienen legitimidad para convocar.

La legitimidad de marchar es la legitimidad de las víctimas que se sublevan. Porque un tarifazo es otra de las formas del estado terrorista, que puede ser la avanzada de nuevas formas de terrorismo de estado. Quizá legalizado. Dilma, que pactó con el diablo, ha sufrido el destino del pobre Dr. Fausto.

Los pueblos no pueden seguir esperando que dirigentes y funcionarios sean sus albaceas. Democracia directa, no representativa, no delegativa, ni unitaria ni federal, sino democracia popular. Sin canalla aristocrática que sigue asumiendo el rol de defensores, cuando han sido, son y serán los verdugos. Marchar también porque nuestros muertos, no solamente quieren que cantemos, sino, al menos eso pienso, quieren que marchemos. Pero marchemos por nuestro sueño de la revolución.

Edición: 3225


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