Luciano: las violencias de las instituciones siguen intactas

A quince años de la desaparición de Luciano Arruga, hay entramados institucionales que persisten en el tiempo. En contextos de marginalidad en los que la palabra futuro sigue siendo inasible. Hay preguntas imprescindibles. Entre ellas ¿a qué responde la nueva oleada de asesinatos en el conurbano bonaerense en este presente cuando el garantismo es una obscenidad tan profunda como la justicia social?

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Por Claudia Rafael

(APe).- ¿Cómo funcionan aquellos engranajes de reclutamiento de pibes desarrollados por las fuerzas policiales a quince años de la desaparición y posterior muerte de Luciano Arruga? ¿Fueron transformados de raíz los diferentes brazos armados del Estado?

Jóvenes como Luciano e infinitos pibes que se le parecen. Algunos cayeron en las garras institucionales, otros simplemente fueron utilizados un tiempo y luego, a otra cosa; muchos desaparecieron o terminaron con el agujero de una 9 milímetros en la espalda o en la frente. ¿Cuál es la matriz más o menos aceitada que conduce a esas prácticas? ¿Cuáles son las mecánicas que producen ese tipo de arreglos en donde –para esos jóvenes- aparecen el miedo, la desesperación o la muerte en cualquier esquina? Jóvenes que crecen en contextos de ausencia de bienestar. En donde las violencias –en su amplio abanico de formatos- se les presentan a diario. En donde la palabra futuro les resulta inasible y todo transcurre en presente eterno.

¿Qué hay hoy detrás de la detención y –tras una semana- la liberación por falta de pruebas de Valentín García, el joven barbero de 22 años al que implicaron en la causa por el asesinato de Uma, la niña de 9 años hija de dos policías, uno de ellos custodio de Patricia Bullrich?

¿A qué responde la nueva oleada de asesinatos en el conurbano bonaerense en este presente cuando el garantismo es una obscenidad tan profunda como la justicia social? ¿Cómo se están jugando en este contexto las internas policiales que han sabido tener tanto protagonismo a lo largo de los últimos 40 años de democracia, contempladas con una indiferencia impostada desde los poderes políticos?

El listado de archivos, de nombres, de perversidades es infinito. ¿Cómo son vistos esos pibes por una sociedad cansada y partida en mil pedazos? De qué lado del mostrador se los ubica más allá de la existencia o no de pruebas: ¿del lado de las víctimas o del lado de los victimarios?

Nada de todo esto es novedoso. Ni tampoco fruto del azar. ¿Cuáles son las características físicas y qué tipo de historias vitales atraviesan a esos pibes?

La descripción desesperada y desesperante que daba Mónica Alegre, la mamá de Luciano Arruga aquella mañana calurosa del sábado 31 de enero de quince años atrás podría ser utilizada para responder a la primera parte de ese último interrogante. Es morochito, alto, 1.73, flaquito, estaba con remera blanca y azul de Argentina, pantalones grises, zapatillas azules, decía a policías que la miraban de arriba abajo, que le ninguneaban el dolor. Con esas palabras, Mónica Alegre desesperaba ante la mesa de entradas de la comisaría como miles de madres antes y también a lo largo de los últimos quince años, hartas de golpear puertas y de clamar por ayuda primero, por justicia después.

Quince años atrás la provincia estaba gobernada por Daniel Scioli desde el peronismo. Son extrañas las volteretas políticas –tal vez no tanto- pero ese mismo Daniel Scioli es el flamante secretario de Turismo, Ambiente y Deportes (mezcla rara esa de intervenir sobre temas de fútbol o tenis, de los veranos y las vacaciones y de la contaminación o de un cambio climático del que su nuevo jefe político descree). En aquel contexto de 2009 la policía levantó en una esquina a ese pibe de apenas 16 años y que algunos días más tarde estrenaría los 17. Y como nació un año bisiesto en este 2024 podría (si lo hubieran dejado vivir) festejar sus 32 años en el mismo día de su nacimiento: el 29 de febrero.

A Luciano Arruga no lo levantaron en una esquina de su barrio porque sí. Ya hacía tiempo que las mismas fuerzas de seguridad lo venían tratando de reclutar para tenerlo a su servicio. Cinco años y ocho meses más tarde su cuerpo fue encontrado como NN en el cementerio de la Chacarita.

Una madrugada de nueve meses más tarde, a 33 kilómetros hacia el Norte, en el partido de Tigre –en donde (una vez más los nombres se repiten como mantra) gobernaba Sergio Massa- Santiago Urbani, un pibe de 18 años, era asesinado de un escopetazo en la cabeza. Santiago, que estudiaba musicoterapia y trabajaba en un hospital, volvía de cenar con sus amigos cuando lo sorprendieron y lo asesinaron mientras estacionaba su auto en la puerta de su casa. Hubo condenas durísimas. Pero hay un detalle que, cuando se alude a esa historia, se minimiza. Tiempo después, una causa judicial logró probar que detrás de ese crimen había una suerte de protección policial.

No sólo en esa historia. Aunque en poquísimas ocasiones se barra debajo de la alfombra, que es donde suelen quedar las pruebas de la mecánica de organizaciones policiales de captación, extorsión y reclutamiento de pibes para que trabajen para la corona o directamente implicados en crímenes o robos. Algunos de los casos más resonantes fueron los del ingeniero Ricardo Barrenechea (en Acassuso), del camionero Daniel Capristo (en Valentín Alsina), de Candela Sol Rodríguez (en San Martín) y la historia de Luciano Arruga, en Lomas del Mirador (La Matanza).

Pibes que rechazaron la presión policial para sumarse a su mano de obra esclava desaparecieron o fueron asesinados. Pibes que dijeron que sí y luego quisieron abrirse se tornaron demasiado peligrosos y fueron empujados a destinos similares. Pibes que terminaron cebados, en esa espiral, y pasados de drogas en algún momento, dispararon a matar.

Exactamente un día como hoy de hace quince años se producía la desaparición de un joven de los márgenes, de apenas 16 años, y, a la vez, era el final de una sucesión de hostigamientos de los que había sido víctima. “No podía vivir tranquilo. Siempre lo paraba la policía o una bandita del barrio que laburaba para la Poli. Le decían que era un ‘gil’, un ‘cagón'”, suele decir su hermana, Vanesa Orieta.

Cartoneaba, amaba River, hacía changas, le había prometido a Vanesa que iba a terminar la escuela. Hoy hace quince años de su desaparición, que se transformó en icónica. Pero las espirales de violencia y marginalidad cada vez más profunda para el piberío de los arrabales, siguen intactas.


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