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Por Silvana Melo
(APe).- Los diez años de prisión para el policía Diego Torales son apenas un intento de reparación de origen. Tardía, como suelen ser las precarias reparaciones en las historias de los pibes pobres. A los que se les quiebra la vida como cristal tras el piedrazo. Tardía, la reparación, tanto que si en el 2008 alguna de las tantas herramientas institucionales -que suelen usarse para abandonar y castigar a los chicos de los barrios y las esquinas- hubiera funcionado correctamente, el grupo que torturó a Luciano Arruga debió haber sido exonerado y encarcelado. Es decir, rota su impunidad, quebrada su omnipotencia, desmantelada la puerta legalmente abierta para el secuestro, la desaparición y la muerte.
Pero no fue así. Porque las torturas a Luciano fueron la antesala de su muerte, pocos meses después. Un crimen que para el ministro de Justicia de la Provincia fue apenas “un problema hospitalario” y no la desnudez extrema de la maquinaria represiva de un estado que conserva mosaicos de tenebrosa textura dictatorial.
Porque, además, Torales es el único condenado porque es el único apellido que pudo conocer Vanesa Orieta, a partir de su decisión de ir al frente, sola, pequeña, frágil e indomable, ante la hostilidad de las instituciones.
Pero está claro que los torturadores de Luciano fueron más que Torales. Y Torales aparece como un símbolo. Y –por obra y gracia de la construcción colectiva que supo encabezar Vanesa- como la posibilidad cierta de que una lucha que pudo penetrar en la férrea epidermis de los medios masivos se puede llevar puesto a un torturador. Puede lograr su juicio. Su condena. Y su cárcel.
Nada será igual a partir de Luciano Arruga. Nada será igual a partir de su martirio. De su sacrificio. De su muerte absurda cruzando la General Paz descalzo, a las tres de la mañana, por la calle y no por el puente peatonal. Aterradoramente solo. Perseguido. Devastado. El mismo día de su desaparición. Tirado en un hospital. Enterrado NN. Mientras su familia lo buscó siete años. Sola. Perseguida. Devastada. Con las instituciones en retirada. Sólo presentes a la hora de abandonar. O de calificar su muerte como un tema hospitalario.
La condena de Torales a diez años es un gajo de victoria. Es el comienzo de un camino que puede conducir a perforar el núcleo más perverso de la bonaerense. Que puede ayudar a entrar en esos cuartos siniestros donde se golpea, se tortura y se mata a pibes como Luciano. Por soportar las consecuencias de su dignidad. Por decir no a la corrupción que se sirve del descarte social. Que tiene que robar para ellos o morir. O robar para ellos y, de todos modos, morir.
Luciano tenía 16 años y llevaba 20 pesos cuando lo levantaron para llevarlo al destacamento de Lomas del Mirador el 22 de setiembre de 2008. Lo acusaban de haberse robado un MP3. Cuando Vanesa pudo llevárselo de ahí, después de oír el desgarro de sus gritos bajo la tortura, él ya no tenía los 20 pesos que llevaba. Había sido robado por la policía que lo acusaba de robar.
Cuatro meses después, el 31 de enero de 2009 Luciano salió a las nueve de la noche. Y no volvió nunca más.
Se lo tragó la boca monstruosa de la impunidad. De la justicia selectiva, de la policía artera, de la política cómplice.
Los diez años para Torales son una porción de victoria para celebrar. Pero todavía hay un arduo camino por recorrer de la mano del martirio de Luciano. Para que esta muerte pueda ser la vida de tantos morenos anónimos desterrados. Una certeza nueva. Un gajo de victoria.
Fotos: gentileza Facundo Nívolo, para Infojus Noticias.
Edición: 2915
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