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Por Claudia Rafael
(APe).- Es la crónica de una muerte anunciada, pronunció el manodurista y mediático Sergio Berni tras el crimen de un pibe de 17 años en Quilmes. Y en medio de esa nube de palabras y clamores de mayor poder de fuego securitario con que suele salir a la cancha tras un homicidio, quizás la utilización del título de García Márquez sea el único acertado para esta crónica de país. Que un chico de 17 salga de su casa en la bicicleta para ir a la escuela y se encuentre con la muerte trágica cuyo precio fue el de una bici y un celular es una fotografía de los tiempos. Porque esa muerte le llega, atroz, de la mano de otros pibes parecidos a él en edad, algo más grandes tal vez, con miedos y angustias similares en algún punto. En un final que se fue cocinando durante décadas.
En las antípodas conurbanas –Lucas estaba en el Gran Buenos Aires Sur-, un niño de escasos seis años moría electrocutado en Ciudad Evita (La Matanza) mientras intentaba lavarse las manos en un asentamiento sin ningún tipo de servicio.
Crímenes evitables ambos. Asesinatos icónicos que pincelan estos tiempos con la fuerza de la crueldad.
¿Cómo es posible para un país devorarse a los pibes, su semilla de futuro, entre la muerte violenta o la cárcel como destinos concebidos de antemano? ¿Cómo es posible lanzar desde todos los sectores, con miradas más o menos punitivistas según el caso, algún gritito de indignación, un par de miradas dolientes, una expresión azorada pero no mucho más? Tal vez, la primera aproximación a ese interrogante tenga que ver con que el de la seguridad es un tema incómodo, que se mira de lejos, al que se le teme y del que sólo se sale con declaraciones grandilocuentes centradas en el punitivismo. Y en el que nadan como peces en el agua los Bullrich y los Berni junto a sus aplaudidores seriales. Que se apropian de las palabras tras asesinatos como los de un pibe como Lucas Cancino, de 17 años, en Ezpeleta, Quilmes.
En un país con diecinueve millones de pobres, en el que seis de cada diez pibes sobreviven entre la pobreza y la indigencia, en el que el 26 por ciento de los jóvenes entre 18 y 30 años está desocupado (cuando las cifras globales se ubican en casi un 10 por ciento) y en el que la noción de futuro es una nebulosa ajena a sus vidas. Que se suelen vestir largo tiempo de incertidumbre y angustia. Y que para muchos, las únicas oportunidades laborales sean las de ser transa o policía. Dos rubros con muchas ligazones entre sí en demasiados estratos.
El índice promedio de la pobreza durante los años 70 fue apenas de algo más del 5 por ciento. Una década después, terrorismo de Estado de por medio, se cuadruplicó. Argentina emergió de la última dictadura en medio de la agonía de una economía destrozada por el modelo forjado por Martínez de Hoz. Acumulación financiera, hegemonía del mercado, destrucción de la industria nacional, privilegio de las elites agropecuarias y de los grandes grupos económicos son apenas un esbozo.
No mucho más tarde arrancó la historia de los planes sociales: las cajas PAN de 1986, durante el alfonsinismo, se entregaban a 5,6 millones de argentinos. Algo así como el 17 por ciento de la población. Dieciséis años después, en el 2002 simbolizado en Darío y Maxi, con un 55 por ciento de pobreza, el plan Jefes y Jefas de Hogar llegaba a dos millones. Una docena de años después, los niveles de pobreza rozaron el 26 por ciento y en 2019, el 37,6. Hoy, ya sumó otros diez puntos y son unos 22 millones los que reciben algún tipo de asistencia social.
Los planes sociales –con más de tres décadas de existencia- más que un salvataje necesario y de emergencia terminaron supliendo al trabajo que otorgaba organización familiar, que aseguraba certezas y dignidades, que nutría de cobertura social y sanitaria. Detrás de cada niña o niño de la calle, repetía hasta el cansancio Alberto Morlachetti, hay un padre y una madre desocupados.
Chicos que ya tienen detrás de sí, una, dos y tres generaciones desocupadas. Sin techo. Sin una casa sólida. Sin certidumbres. Sin la mesa servida con un plato de comida compartido. Sin una cama calentita y asegurada cada noche. Son trapos de ser humano, si humano lo dejan ser. Sencilla gala de pobre y no lujo de burgués, sábana y mantel… cantaba María Elena Walsh.
No es azaroso que todos los pueblos del mundo, a lo largo de la historia, hayan clamado la misma consigna: pan, paz, trabajo.
Y los planes –imprescindibles, si universales, en tiempos breves durante las intensidades más críticas y mientras se crea trabajo- multiplican los rehenes y apagan las llamas de la resistencia. Lo único sólido, capaz de otorgar humanidad y organización es el trabajo. El resto, sigue siendo un parche que la historia de las últimas décadas ha revestido de más y más parches. Es un fracaso para la tan mentada democracia que los planes sociales se hayan multiplicado por diez en las últimas dos décadas y que la pobreza atraviese a casi 20 millones de personas.
Como a ese niño de 6 años, que vivía en el barrio 28 de Octubre de Ciudad Evita. Una barriada sin agua de red, sin cloacas, sin energía eléctrica. Que murió electrocutado mientras intentaba lavarse las manos en una salida de agua sin canilla y con un cable pelado en las cercanías.
Tan crimen el de ese niño de seis como el de Lucas Cancino. Los dos evitables. Los dos hijos de una Argentina atroz que sigue doliendo como lastima esta humanidad herida.
Edición: 4404
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